COMENTARIO AL CAPÍTULO I:

CONOCIMIENTO Y PERPLEJIDAD

Índice:

Apartado I: PLANTEAMIENTO

A) Comentario:

a)    El problema fundamental
b)    La inanidad temática de la pregunta última
Aclaraciones sobre la pregunta como método.
Excursus sobre la división de la actividad intelectual por la evidencia.
c)    El residuo final del preguntar: la perplejidad
d) La permanencia de la perplejidad, verdadero problema de la metafísica.

B) Resumen final del contenido del PLANTEAMIENTO

APARTADO I: PLANTEAMIENTO

A) COMENTARIO AL PLANTEAMIENTO

Este apartado se articula en cuatro pasos[1]: a) El problema fundamental; b) La inanidad temática de la pregunta última; c) El residuo final del preguntar: la perplejidad; d) La permanencia de la perplejidad, verdadero problema de la metafísica.

a) El problema fundamental

De acuerdo con el lema tomista que presidía la Advertencia preliminar, a saber, la universalis dubitatio de veritate, se empieza el capítulo y el libro por una pregunta que ha sido históricamente formulada y que somete a examen de modo aparentemente radical a la propia metafísica: ¿Cómo es posible la metafísica?[2] La metafísica se ocupa, como ya se dijo, del ser en cuanto que principio primero o fundamento real. Al cuestionarse por la posibilidad de la metafísica, se retrotrae la atención a un estadio anterior a su elaboración, problematizando su método o modo de hacerse, pues parece que, si se quiere hacer metafísica de un modo racionalmente controlado, deberían conocerse las condiciones de posibilidad de tal ejercicio. Eso quiere decir que esta pregunta intenta anticiparse al conocimiento de lo realmente primero, inquiriendo por el método que hace posible la metafísica como saber sobre el fundamento. Ahora bien, ¿porqué ha de cuestionarse de esa manera el saber metafísico?, ¿acaso ha de preguntarse por la posibilidad de las matemáticas, de la medicina o de la física como saberes? El implícito de la pregunta por la posibilidad de la metafísica es que ella está especialmente necesitada de justificación. ¿Y por qué? Pues porque las ciencias parecen quedar justificadas por sus propios objetos[3]. ¿No debería acontecer lo mismo con la metafísica? Pero la metafísica versa sobre el (los) principio(s), no sobre objetos, y versa sobre tal(es) principio(s) buscándolo(s). Si se presupone que en el saber todo ha de estar justificado, como acontece en las ciencias, entonces la metafísica, o saber que versa sobre lo primero, debería no sólo buscar, sino llegar a objetivar lo primero y, mediante él, mostrar su propia justificación. En cierto sentido, parece justo exigir que aquel saber que pretende ser el saber radical, en la medida en que versa sobre lo primero, haya de pasar un examen radical; pero la pregunta por la posibilidad de la metafísica es una pregunta que intenta objetivar lo primero de aquel saber que busca lo primero. Es ésta, por tanto, una pregunta que afecta al saber primero por asimilación a los saberes segundos, o sea, a las ciencias.

Pero pronto se ve que la pregunta por la posibilidad de la metafísica no es la pregunta radical, o sea, la que pone al descubierto todos sus implícitos, puesto que ella misma supone que ya se sabe de antemano qué es metafísica, bien sea porque se la considera como ya existente, bien porque se cree tener el plan de su realización, y por eso no alcanza al saber metafísico in statu nascente, o, lo que es igual, llega tarde como pregunta, y frustra su propósito de sacar a la luz las raíces del saber metafísico.

Esto supuesto, cabe entonces intentar formular una pregunta que asista al surgimiento mismo de la metafísica, a la fuente de la que ella mana, y así no la suponga ya constituida, sino que la sorprenda en su comienzo. Si se trata de no dar por supuesta la metafísica como ya existente, cabría, por ejemplo, preguntar: ¿cuál es el principio de la metafísica?[4] Pero al hacer esa pregunta se retrotrae el peso de la suposición desde la noción de metafísica a la noción de principio[5], con lo que la pregunta llega ahora tarde respecto del propio principio: se sobreentiende que el principio de la metafísica está constituido ya, a la hora de preguntar, a la vez que, subrepticiamente, se introduce la suposición de que la metafísica no sólo versa sobre el principio, sino que tiene principio. De este modo, la pregunta acerca del valor de la metafísica como construcción o resultado –o pregunta por el cómo llega a ser la metafísica– ha sido invertida, afectando al tema sobre el que ella versa, el principio, sólo que entendido ahora como el comenzar de la propia metafísica. Pero si se da por supuesto –es decir, (en este caso) por ya comenzado– el comenzar de la metafísica, tampoco asistiremos al mismo, por lo que, para intentar que no se nos escape el instante del nacimiento del principio, habría que hacer una pregunta todavía más concentrada: ¿cuál es el principiar del principio? Ahora parece que la pregunta ha centrado su mirada: el principiar del principio parece ser lo más estrictamente primero, justo aquello por lo que se tenía que preguntar, el contenido de la pregunta fundamental. Sin embargo, preguntar por el principiar del principio es suponer el principiar, abriendo un distanciamiento sin sentido entre el principiar y el principio que induciría a preguntar por el principiar del principiar, pregunta ésta que haría patente la apertura de un proceso al infinito o callejón sin salida, en el que el propio preguntar queda sin contenido, al coincidir por entero lo supuesto y lo preguntado, es decir, al no poder dejar de suponer el principiar. La pregunta no puede, pues, alcanzar la originalidad del principio, precisamente porque el preguntar lo supone, más aún, porque preguntar es suponer. Si al que se cuestiona por el método de la metafísica no se le viene a la mente otro modo de buscar que el preguntar, lo que dicha reiteración al infinito le produce es la tentación de concluir que el saber metafísico es inevitablemente problemático, pues se inicia siempre de modo injustificable para el preguntar.

Pero ¿no cabría señalar el principio, evitando preguntar? Frente a esas preguntas frustradas cabe, en efecto, pretender haber alcanzado el principio sin principio. Conocer el principio «sin principio» eludiría la reiteración al infinito que produce la pregunta fundamental, más aún, parece que haría a ésta por completo innecesaria. Desde Spinoza hasta Hegel, las filosofías de lo absoluto lo han pretendido así[6].

Ahora bien, puesto que el saber metafísico no es una inmediata contemplación del saber divino, sino una búsqueda humana del saber (filo-sofía), pensar un principio «sin principio» sólo podrá equivaler a poner de antemano el principio en el final (de la búsqueda), que es justamente lo que no está al principio. Ése es concretamente el intento de Hegel. Hegel no posee de entrada el conocimiento del principio sin principio, sino que lo busca. En la medida en que lo busca, al comienzo no tiene el conocimiento del principio sin principio, o, mejor, sólo tiene de él un conocimiento suficiente como para ponerse a buscarlo. Esta relativa falta de conocimiento es aprovechada por Hegel para establecer un comienzo absoluto del saber: el sabido sin principio. El comienzo del saber sólo posee una de las características del principio sin principio: es comienzo absoluto porque no supone ningún sabido anterior, o sea, porque es «sin principio», pero, por su parte, ese comienzo no es principio de nada, pues precisamente por ser «sin principio» es cognoscitivamente inerte. En términos de saber, el comienzo es un sabido, pero tan general y vago que de él nada se deduce para nadie: es lo evidente sin evidencia, o, lo que es igual, un evidente sin justificación. En cuanto que es un sabido falto de capacidad principiadora, incapaz de procurar ninguna demostración o avance racional por estar falto de precisión cognoscitiva, el comienzo del saber requiere de una búsqueda del principio como incremento de la concreción y de la evidencia. Ahora bien, Hegel busca el principio sin principio creyendo poseer de antemano el criterio intrínseco que constituye su principialidad, y que es -según él- el poder del negativo: la espontaneidad y el continuo renacer de la fuerza de la razón. Ése es el conocimiento (previo) de la principialidad sobre el que pivota su marginación del preguntar. La dialéctica o búsqueda de Hegel se despliega como un ejercicio constante y creciente de la principiación de que carece el comienzo, pero en referencia (negativa) a él: se trata de aportar principiación al comienzo, que es comienzo sin principio, y por eso inerte[7]. El comienzo «sin principio» del saber deberá resultar justificado al final, cuando por incremento de la principiación se alcance el «principio sin principio», o la mismidad de la evidencia y de lo evidente. Sin embargo, mientras se (auto)construye el final, el saber quedará, cada vez más, pendiente de justificación, y cuando se obtuviere el saber absoluto o final, si es que se llegara a obtener, debería ser una justificación o remedio del comienzo. En vez de preguntar, Hegel pretende mostrar cómo la metafísica se autojustifica ella sola, pero de ese modo no sólo no elude el problema de la justificación del saber, sino que precisamente entonces –es decir, si se obtuviere el saber absoluto–, no se podría entender para qué o por qué hacía falta un comienzo absoluto[8], es decir: tampoco el final esperado justificaría el comienzo hegeliano del saber. El construccionismo de Hegel no evita, pues, que el inicio de la metafísica aparezca como injustificable.

En resumen, el escamoteo por Hegel de la pregunta fundamental es conseguido a base de cambiar de supuesto: en vez de suponer un sabido concreto, él supone la fuerza del saber, concretamente supone que el saber se principia y se justifica a sí mismo en la forma (pretendida) de la autoevidencia o autonomía sistemática. Sin embargo, la autoevidencia es siempre y sólo supuesta, por lo que el saber hegeliano queda siempre pendiente de la justificación final prometida[9]. Hegel no sólo no ha evitado el problema de la justificación inicial de la metafísica, sino que lo ha agravado, ya que le ha dado cobijo en su planteamiento, suponiendo que su solución estará en el final. De esa manera, la afirmación de la autonomía sistemática del saber sólo ha sido hecha dejando para más tarde el problema de la justificación del saber, pero está tan supuesta como el principio en la pregunta fundamental.

El capítulo se abre, por tanto, con el esbozo de un problema, el de la justificación de la metafísica, que, por otra parte, parece debe ser el primer problema o problema fundamental: el problema del comienzo del saber (o de lo primeramente sabido) en aquel saber que versa sobre lo primero. Sin embargo, frente a ese planteamiento LP señala que el comienzo del saber es lo que precipita como sabido, mientras que el principio real no es lo que precipita como sabido, sino aquello que se busca en la metafísica. Lo último (que es lo que se busca) no puede ser, por definición, lo inmediato (que es lo precipita como sabido, lo primeramente conocido). El problema surge cuando se pretende que el saber que versa sobre el principio quede justificado por el principio o fundamento sobre el que versa. De este modo se confunde el tema de la metafísica con su método. Pero una cosa es el tema objeto de búsqueda de la metafísica (el ser como principio) y otra es la base temática de su método o búsqueda (lo sabido). A diferencia de las ciencias, el tema de la metafísica no justifica su existencia como saber, y cuando se intenta que su tema se convierta en objeto que la justifique, entonces -como se ha visto- queda patente la ausencia de justificación, o sea, su problematicidad[10]. Sea que se intente objetivar el principio mediante la pregunta fundamental, sea que se pretenda que la metafísica se autojustifica a sí misma (creándose como sujeto-objeto), en ambos casos se supone que el saber –no ya un sabido– ha de estar justificado o fundamentado. Pero la metafísica surge ya nacida, como apertura de una dirección precisa de la atención, no como un campo de objetos a estudiar. He ahí, pues, el problema: el inicio de la metafísica no está justificado ni es justificable por ningún objeto.

b) La inanidad temática de la pregunta última.

Se admite, pues, que el comienzo de la metafísica es problemático para el preguntar, o, lo que es igual, que el saber no se puede justificar incoativamente, y que, por tanto, la pregunta fundamental no sólo no tiene respuesta, sino que es una mera apariencia de pregunta, porque en ella se inquiere por el valor de la construcción o del resultado, mientras que el nudo del problema se sitúa antes, justo en el comienzo.

Pero aclaremos esto. La pregunta, como modo de pensamiento, es un intento de alumbrar más algo que ya se sabe. Hace falta saber algo para poder preguntar, y la pregunta se dirige a lo ya sabido, aunque debilitándolo, con la pretensión de incrementar la intensidad del saber con que es sabido. Las preguntas son modos del saber que funcionan en tanto que falta por saber en lo sabido[11]. En esa misma medida, las preguntas son modos provisionales del saber, y tienden de suyo a acabar en la completitud de lo sabido, es decir, en la evidencia o asentamiento en firme de lo sabido. Cuando consigue la evidencia de un sabido, esa pregunta se acaba como saber. Por tanto, la pregunta es intermedia entre un saber anterior, del que retiene lo sabido, y un saber posterior que, cuando se consigue, asienta lo sabido. Al ser constitutivamente tal, no cabe que el saber se establezca o asiente en el preguntar, pues a éste le es intrínseco el tránsito o la provisionalidad. [*]

Siendo así, la pregunta primera, la que pregunta por el fundamento que justificaría el saber, no puede formularse, porque cualquiera sea la formulación que se proponga tendría, por un lado, que apoyarse en algo previamente sabido –pero entonces no podría preguntar por lo primeramente sabido, es decir, no sería un saber sobre lo primero–, y, por otro, como es un saber provisional, ella misma no podría corresponderse como saber con el principio o fundamento, al cual no conviene en modo alguno la provisionalidad. Toda pregunta anticipa algo sabido y contiene el criterio de la respuesta, pero para anticiparse e imponerle un criterio al saber primero sería preciso salir fuera del saber. Es obvio, sin embargo, que nosotros estamos en el saber, que no nos podemos salir del saber para poder justificarlo desde fuera ni desde antes. Toda pregunta, toda duda, todo problema es un ejercicio del saber. ¿Cómo emplazar el saber sin usar para ello del mismo saber? ¿Sobre qué se le podrían pedir cuentas al saber, si siempre tendríamos que hacerlo en y con él? Toda pregunta que intente cazar el saber en su mismo nacimiento no sabe siquiera lo que pregunta, o sea, es una pregunta vana, pues no tenemos noticia cognoscitiva alguna de que el saber nazca, o pase del no saber (previo) al saber, más bien nos movemos siempre en el saber. Por tal razón, tampoco tiene sentido alguno, ni tan siquiera es posible, que el problema señalado paralice o jubile el saber: el saber sabe sin necesidad de justificación previa.

En consecuencia, el problema de la justificación del saber (o del comienzo de la metafísica) es un falso problema, o, lo que resulta equivalente, un problema no formulable[12]. Y no es un problema formulable, porque consiste en proyectar sobre el saber las exigencias o requisitos de ciertos sabidos, en el supuesto implícito (y erróneo) de que el saber ha de ser como lo sabido. Ahora bien, puesto que ciertos sabidos han de ser justificados, y, desde luego, ningún saber es científico si no está justificado, se puede caer en el prejuicio de que todo en el saber haya de estar justificado, incluido el propio saber. Pero exigir al saber lo que es propio de lo sabido, exigir que el saber sea un sabido, no es una mera confusión, sino que es incurrir en una desorientación radical.

Mas ¿acaso el saber sobre el principio no debería ser el principio del saber? Ésa es la pretensión de los ontologismos. La verdad es, sin embargo, que el principio como tal no comparece ni en ni con el comienzo del saber. Al decir que el principio no comparece en o con el comienzo del saber metafísico, no se está afirmando que se sabe que el principio no es el principio sobre el que versa la metafísica, sea porque no exista tal fundamento o porque no lo podamos conocer, sino sencillamente que lo primero no es lo primeramente conocido, o sea, que la base temática de la metafísica, como saber investigador, no es el principio real. Y como toda pregunta se ha de formular desde una base temática, no cabe que la pregunta por el fundamento alcance a remontarse al principio real, sino que cuando lo intenta pierde todo sentido, se descompone. Descomponerse es disolverse como saber, en manera alguna es concretarse como algo no sabido. La pregunta fundamental es, temáticamente –esto es, como saber–, inane.

Pero la inanidad temática de la pregunta fundamental está expuesta a múltiples tentaciones. En realidad, su descomposición nos descubre que el saber humano es un saber limitado en intensidad, pero no que esté positivamente infundado. Sin embargo, muchos positivan de ese falso modo su inanidad. El implícito de los que acusan a la metafísica de carecer de justificación es el de que preguntar y saber son equivalentes, pero el preguntar y el saber no son equivalentes, y esto queda manifiesto precisamente en la pregunta fundamental. En la pregunta primera lo que queda en suspenso es el preguntar en el ámbito del saber y no el saber en la estrechez de una (informulable) pregunta defraudada. Por consiguiente, el fracaso de todo intento de formular la pregunta fundamental no delata ni la inexistencia del fundamento ni la necesidad de una justificación, sino una limitación en el saber humano según la cual desde lo que precipita como sabido no se puede iluminar el saber que lo sabe.

Muchos reconocen esa limitación, pero entran en otras confusiones. Hablar de limitación es, sin duda, hablar de no-saber, pero el no-saber como una limitación (del saber) no puede ser más que un estar más allá del saber (limitado). No se trata de que no se sepa esto o lo otro, como acontece cuando ignoramos o carecemos de noticias. El ignorar es cierto saber no saturado, provisional, y está en la línea del dudar y del preguntar, mientras que el estricto no-saber se refiere a lo que está más allá del saber[13]. Y, a la inversa, para poder señalar un más allá es preciso que exista una divisoria o una delimitación que marque el más acá y el más allá. Pues bien, la divisoria entre el saber no saturado y el no-saber viene marcada por la evidencia.[*]

La evidencia es la saturación del saber respecto de algunos sabidos, pero nunca es la anulación del no-saber: el más allá es más allá de la evidencia. Veámoslo. La evidencia es el asentamiento en seguridad de lo sabido, el refrendo y consolidación con que se constituye lo sabido por parte del saber. La evidencia la aporta el saber a lo sabido, por lo que viene a ser como un medirse el saber consigo mismo, de tal modo que en ella ni el saber es sobrante ni lo sabido está falto, sino que ambos se conmensuran en mismidad objetiva. Pero, entonces, la evidencia es una detención o demora del saber en lo sabido, un estancamiento para el saber que se trueca en asentamiento favorable a lo sabido. La evidencia no sobra para lo sabido ni es bastante para el saber, en cuanto que lo detiene. Esto es, pues, lo decisivo: lo evidente detiene o paraliza el saber. La duda y la pregunta van buscando el asentamiento, pero todavía no lo son, por eso a veces su interinidad ha sido considerada como la vida del saber, pues mientras no se asientan conservamos alguna sobra de saber. Pero en tanto que ellas buscan la evidencia, buscan su propio acabamiento, por eso son saberes intrínsecamente provisionales. Y, a su vez, precisamente porque la evidencia detiene el saber, el saber no puede ser evidente: un asentamiento íntegro del saber equivaldría a su muerte como actividad. Y, en este preciso sentido, aquello que impide que el saber pueda considerarse como definitivamente asentado es lo que se llama con verdad no-saber, un no-saber que está en el saber, pero más allá de la evidencia.

Lo dicho no impide que tengamos conocimientos con certeza, sólo establece que la certeza o evidencia es finita, o lo que es igual, que no puede abarcar el surgimiento original del saber. Las certezas se dan en el saber, pero no se identifican con él. No hay evidencia del saber, sino de lo sabido, y si toda evidencia lo es de un sabido, entonces la evidencia no lo es de sí misma, o sea, la evidencia no es, de suyo, evidente. La evidencia y lo evidente se distinguen tanto como el saber y lo sabido[14], o el pensar y lo pensado.

La innegable finitud en intensidad del pensamiento humano coincide con la limitación de la evidencia. No cabe una evidencia de evidencia, no cabe una evidencia absoluta, toda evidencia es finita, y si cupiera una evidencia absoluta, cesaría por completo la actividad de saber. La limitación del saber es una limitación en intensidad, precisamente porque la máxima intensidad de nuestro pensamiento (la evidencia) detiene su prosecución, lo paraliza como saber.  El saber sólo puede proseguir en la medida en que no es evidente. Por tanto, aunque parezca paradójico, gracias a la finitud en intensidad de lo pensado, o a la falta de evidencia reduplicativa, el saber humano es inacabable. La limitación de la evidencia lejos de ser, como parece a muchos, un síntoma de deficiencia cognoscitiva, es la salvaguarda del saber: lo deficiente es la evidencia, no el saber. La meta del saber no es la evidencia, sino la perennidad. En esa medida, la relación del saber con el no-saber no es excluyente (o una relación de oposición): la actividad humana de saber no tiene como meta aislarse del no-saber, o sea, terminar asentándose en sí misma. En vez de ser lo excluido por el saber, el no-saber, el «más allá», es lo que impide que el saber termine con un asentamiento definitivo en falso, garantizando así su perennidad. La finitud del saber humano radica en que éste termina en lo sabido (en presencia), y sin asentarse definitivamente como saber. Por lo tanto, ahora venimos a advertir que si el comienzo de la metafísica fuera la evidencia del principio se produciría un asentamiento total del saber, una paralización insuperable del mismo[15]. Por esa razón, la incomparecencia del principio se corresponde con el inacabamiento (por finitud) de la evidencia, y ambos salvaguardan la perennidad del saber, pero a cambio de no dejarse formular problemáticamente ni la una ni el otro. La inanidad temática de la pregunta fundamental no es, pues, un fracaso del saber, sino la garantía de su perennidad.

C) El residuo final del preguntar: la perplejidad.

Pero, en congruencia con lo anterior, el intento de hacer la pregunta fundamental, aunque sea temáticamente informulable, no es completamente inútil. Su utilidad reside en que, cuando se intenta hacer, se advierte la diferencia entre preguntar y saber, porque con ella el preguntar termina, mientras que el saber no: ante las ultimidades del saber, el preguntar se apaga, de manera que, si se insiste en el preguntar, ese preguntar ya no es saber. El preguntar es viable temáticamente mientras no se intenta la pregunta definitiva. Empeñarse en preguntar de modo no provisional, sino definitivo, desemboca en la perplejidad, que no es otra cosa que la imposibilidad de una correspondencia temática terminal para el preguntar, esto es, la imposibilidad de una evidencia y de un asentamiento definitivos para el saber.

Pero si, incluso detectada esa falta de correspondencia temática terminal, se sigue buscando la evidencia y el asentamiento definitivos, entonces se produce una clausura del horizonte del saber: la ultimidad del saber se proyecta delante como un muro, por encima del cual sólo cabe imaginar que se pasa incurriendo en una ofuscación por la que se confunde el no-saber (como más allá) con un (desconocido) objeto que se hurtara a la comparecencia. Esta confusión es también la del ser con el ente, la de la evidencia con lo evidente, la del saber con lo sabido: el ser se confunde con un ente que no comparece; la evidencia con un evidente que todavía no hemos conseguido ver; el saber con aquel sabido que sustenta a todos los sabidos y que por estar debajo de ellos, no hemos conseguido ponerlo delante. En todos estos casos se da por supuesto que lo que queda por saber ha de ser igual que lo que ya sabemos. Por eso, cuando uno se empeña en hacer la pregunta primera o fundamental, por fuerza no sabe por lo que pregunta, puesto que lo que hace es proyectar la ausencia de terminalidad como si fuera un positivo objeto desconocido.

Tamaña confusión nace de la función objetivante del saber, que es equivalente a la suposición. Suponer es reducir el saber a lo sabido, y acontece siempre que se da algo por acabadamente sabido, o lo que es igual, si se predetermina que el saber sólo es verdaderamente tal cuando se sabe algo objetivamente. Y cuando se reduce el saber a lo acabadamente sabido, entonces el no saber también queda reducido a un no sabido, o sea, a un sabido desconocido. Por eso, cuando se supone, no sólo se reduce el saber a lo sabido, sino también el no saber a lo ya sabido, con lo cual queda vedado el camino a la innovación: la suposición impide que el saber prosiga. Eso, que no es infecundo para el dominio del mundo por el hombre, es estéril cuando lo que se busca es precisamente el principio o la ultimidad, sea que se la busque mediante la pregunta –como ya se ha visto– o mediante el ejercicio del poder del negativo (Hegel)[16].

En efecto, la huida de la pregunta fundamental por parte de Hegel no lo libra de una confusión semejante e incluso mayor. La diferencia entre la pregunta y la dialéctica estriba en que la pregunta fundamental camina desde lo sabido en presente hacia la ultimidad (pretendidamente) situada atrás, en un plano anterior, mientras que la dialéctica pretende caminar desde lo insuficientemente sabido hacia delante, que es donde se supone reside la ultimidad como sabido acabado. La dialéctica hegeliana le vuelve la espalda a la pregunta, porque cree saber de antemano el sentido de la interrogación fundamental, que es, según él, la exigencia de avanzar. Ahora bien, postular o suponer de antemano que la pretensión de avanzar tomada como fundamento ha de ser fecunda es enmarañarse en la confusión[17], pues la suposición es enemiga del avance en el saber, en cuanto que adelanta lo que pretende nuevo. El proceso hegeliano no puede avanzar precisamente en la medida en que está anticipado su avance, por lo que, en vez de proseguir, patina, vuelve hacia atrás, y ve renacer ante sí el inacabamiento del saber, convirtiéndose en una reiteración constante del poder de negar: Hegel confunde progresar con recomenzar y reeditar el (supuesto) poder del negativo. Aunque parezca que no tropieza con el muro de la falta respuesta, en realidad su pretendido progreso no es más que reiteración: al intentar avanzar ve renacer una y otra vez la ultimidad, de manera que la ilusión del avance se reduce al ejercicio del volver a empezar, con las agravantes de confundir el saber con un encadenamiento de sabidos o evidentes y de abdicar del cognoscente con la esperanza (imposible) de que sea un pensado (la Idea) el que muestre su autoevidencia. En el fondo, toda la dialéctica se reduce a una pura inquietud. La dialéctica no sosiega, mantenida por el ansia de asentamiento, de la que es incapaz de deshacerse y a la que es incapaz de dar satisfacción. Pero la inquietud, como la perplejidad, no es otra cosa, que la falta de correspondencia terminal, en este caso para un avance anticipado y exigido.

El problema fundamental es, según todo lo anterior, un problema creado por la pretensión de obtener un saber terminal, no es una problematicidad intrínseca al saber, sino sólo de ciertos modos de saber provisionales que pretenden terminar el conocimiento. De ahí que admitir la problematicidad de la metafísica no signifique que a la metafísica le falte algo de lo que no debiera carecer, ni tampoco que la metafísica incumpla un requisito concreto del saber. La problematicidad del comienzo de la metafísica no es señalable como una injustificación efectiva, con un sentido preciso y definido, sino que es una problematicidad vaga que no admite ser circunscrita ni que se pueda determinar en qué consiste. Concluir que, por no poder responder a la pregunta por el principio de la metafísica, la metafísica es un saber positivamente injustificado carecería de sentido, puesto que no sabemos de qué justificación estamos hablando, y nadie puede decir qué justificación queda incumplida ni cómo. Más aún, la problematicidad de la metafísica no reside en que carezca de fundamento –pues al saber no le compete ser fundado, sino a ciertos sabidos–, reside más bien en la pretensión de hacer del principio un sabido acabado, una evidencia, cosa que la finitud del conocimiento humano quisiera conseguir, pero cuya imposibilidad garantiza la perennidad del saber y del principio real.

En definitiva, la falsedad que vicia todo este planteamiento es la idea de que el saber ha de ser terminal y que su término es la meta a ocupar. El problema del comienzo del saber es la suposición de que el saber, para serlo, ha de estar terminado. Sin embargo, esa idea forma parte de un atentado contra la integridad del saber, precisamente porque supone que ha de terminar, siendo así que el saber es inacabable. La tarea del saber es proseguir, no asentarse.

d) La permanencia de la perplejidad, verdadero problema de la metafísica

Cuando se plantea el tema del inacabamiento del saber se alcanza la perennidad de la filosofía. Pero este tema es el más difícil e inestable, de manera que su descubrimiento no conjura todos los riesgos, sino que abre nuevas posibilidades de extravío o pérdida. Descubrir el inacabamiento del saber equivale a descubrir que el saber no puede ser confundido con un sabido objetivo, es decir, propuesto como un objeto. Pero cabe la tentación de pensar el inacabamiento como una nueva posibilidad, como la última posibilidad, concretamente la de instalarse en el inacabar del saber.

Esa última posibilidad ha sido ensayada históricamente, en concreto por Heidegger. Admitido que la ultimidad en inacabamiento del saber no puede proponerse como objeto, ¿no cabría asumirla en un adelantarse a toda objetivación? Se trataría de adelantarse de tal manera que, en vez de traer a presencia a la ultimidad, el saber se instalara en ella. Desde luego instalarse en la ultimidad del saber no puede ser tomar posesión de lo ya sabido, pero cabe intentar hacer coincidir el saber y la actitud, o sea, el poder e intensidad del saber con la concentración de la atención. Si eso se consiguiera, la escisión sujeto-objeto cesaría, y con ella tanto el criticismo como el idealismo quedarían superados, pues el primero se alimenta de la parcelación del área de la conciencia, y la mantiene; mientras que el segundo pretende obtener la identidad de ambos mediante un conectivo. En vez de esto, lo que se ensaya ahora es avanzar hasta la ultimidad e investirse de ella, lo que LP describe como «asomarse». Asomarse es hacer salir a la actitud de su reclusión en la función de juez imparcial que se reserva, y abrir el saber al horizonte definitivo, o sea: buscar la coincidencia del horizonte del pensar con el horizonte del ser. El hombre no se encuentra ante o frente al saber, como si fuera un juez, porque saber y hombre se copertenecen: el saber es el ser del hombre, de tal manera que, si se va a lo radical, se descubre que el inacabamiento del saber no es sino la propia energía y capacidad intrínseca al pensamiento, la cual se manifiesta como inquietud interrogadora que se despliega sin necesidad de fundamento o base alguna, como un método ontológico, o sea, como el dinamismo óntico del logos. La pregunta fundamental misma es, pues, el asomarse, es la instancia última por el lado de la anterioridad o de la anticipación, pero sin salirse del saber, antes bien, coincidiendo con él inacabablemente. Asomarse es, así, desvelar el sentido del ser en el ente mismo que interroga, es ver a través de los momentos estructurales esenciales del hombre el sentido de la ultimidad[18]. Para Heidegger saber es preguntar, y la pregunta llevada a su extremo último (pregunta fundamental) ha de mostrar a su través el sentido del ser.

Ahora bien, ese programa es irrealizable, porque preguntar se distingue de saber. Si uno se instala en el preguntar, ¿cabe decir que entonces se sabe algo? ¿Contiene algún saber la pregunta fundamental? Estas preguntas sobre la pregunta fundamental ponen de relieve que el preguntar no se detiene en una pregunta última y que ésta carece de solución o contenido. Y ambas cosas acontecen necesariamente[19].

En efecto, esas preguntas, como toda pregunta que pretenda ser precisa y tener significación propia, se estructuran en dos planos. El primer plano, el que salta a la vista, es la aparente exigencia de mostrar: la pregunta pide ser satisfecha, y promete declararse satisfecha si se le proporciona algo sabido. Pero tal promesa es engañosa, porque, aun cumplida su aparentemente razonable exigencia, ella no dejará de volver. En realidad, la pregunta no sabe lo que pide, ya que para poder formularse ha de adelantar el criterio de petición, y en esa misma medida ha de suponerlo, es decir, proyecta que lo que queda por saber, en cuanto que por encontrar, ha de coincidir con lo ya sabido, pero eso es pura confusión y falta de control intelectual. Por eso, la pregunta fundamental no es un modo de buscar con verdadero alcance intelectual, es decir, con significación propia. Su verdadero fondo se sitúa no en el plano del saber, sino en un segundo plano, en el plano de la perplejidad, o lo que es igual, se reduce a la exigencia como estado de ánimo. Lo que en estadios intermedios da lugar a cierto saber provisional, al final no tiene sentido, pues justo entonces el saber debería absorber todo residuo de actitud, incluido el estado de ánimo. Al final, conocimiento y perplejidad, saber e ignorar, no son compatibles, es decir, preguntar se distingue del saber.

Esa distinción se hace patente sobre todo porque la pregunta es siempre hacedera, aunque se sepa desorientada y sin sentido[20]. En cuanto que emana del estado de ánimo, la pregunta no se puede detener, y en eso estriba su importancia, no en su significación (intelectual). Pero si el preguntar no deja de reiterarse en cuanto que emana de la perplejidad, el proyecto de instalarse en la ultimidad del saber es inviable.

Aunque Heidegger se ha dado cuenta de que la pregunta última no accede directa u objetivamente a la ultimidad del saber, es decir, no tiene respuesta como pregunta formulada temáticamente, ha intentado, no obstante, asumir en el punto de partida el segundo plano del preguntar, o sea, la perplejidad, ahondando en su dimensión antropológica como medio para, a su través, encontrar el sentido (saber) del ser. La pretensión de Heidegger es hacer coincidir los dos planos del preguntar (intelectual y afectivo) subordinando el primero al segundo; pero si el camino viable hacia la ultimidad no es el del primer plano del preguntar (el intelectual), sino el del segundo (el afectivo), cabe concluir que, incluso en el programa heideggeriano, el preguntar es distinto del asomarse como instalación en la ultimidad del saber: Heidegger pretende asomarse a la ultimidad del saber a través de la perplejidad, no a través de la formulación intelectual de la pregunta. Su verdadera pretensión es la de hacer experiencia de la ultimidad, no la de obtener una respuesta. Pero, entonces, incluso para Heidegger instalarse en la ultimidad del saber habría de ser distinto del preguntar que pide respuestas: el saber sólo podría instalarse en tanto que no formulara preguntas. Asomarse no podría decirse efectuado del todo más que cuando el preguntar se disolviera y se desvaneciera, lo cual dista mucho de ser una coincidencia de horizontes entre el preguntar y el saber.

Es de notar que LP no lo rechaza todo en el planteamiento de Heidegger: es cierto que el hombre no se encuentra frente al saber, sino inmerso en él, es cierto que terminar el saber es imposible, y también es cierto que el inacabamiento del saber no es objetivable. Pero la propuesta de instalarse en la ultimidad e investirse de ella mediante la pregunta fundamental es una propuesta inviable, pues preguntar y asomarse (como instalación en la ultimidad del saber) son incompatibles: asomarse no sería posible mientras no se disolviera el preguntar. Más aún, como el segundo plano de la pregunta ha quedado intacto, quiérese decir que el preguntar no se estabiliza en la pregunta fundamental, sino que sigue emanando de la perplejidad, por lo que ni tal pregunta llega a constituirse con sentido, ni deja de reaparecer el preguntar.

En esa incompatibilidad final entre saber y preguntar se encuentra el dato decisivo para discernir entre el subjetivismo y el realismo. El subjetivismo es un pesimismo gnoseológico que consiste en la consagración de la perplejidad, o sea, en sentar como tesis que no es posible llegar, como pretende Heidegger, a instalarse en la ultimidad: es suponer el no saber, o lo que es igual predeterminar el no saber como un sabido defraudado o ignorado. El punto de apoyo de esta tesis es la actitud, la perplejidad, desde la cual la pregunta última es siempre hacedera. Intentar formular esa pregunta es intentar conferir presencia y vigencia intelectual a la actitud, y arbitrar un sentido para la perplejidad, a saber: el agnosticismo. El realismo u optimismo gnoseológico descubre que el sentido del subjetivismo es ilusorio y claramente falso. Desde luego, la tesis del agnosticismo es un sinsentido por intrínseca incongruencia: sostener que se sabe que no es posible saber. Pero no es suficiente con descalificar el agnosticismo, porque su fuerza, como ya se ha dicho, no radica en su valor intelectual, sino en la actitud, en el segundo plano del preguntar, de manera que no por refutado desaparece. Por eso, las razones del realismo al uso no son suficientes para acallar el subjetivismo, para satisfacer la actitud, aunque neutralicen su racionalidad.

El verdadero realismo, en consonancia con lo anterior, no debe consistir en un sistema que contenga las respuestas a todas las preguntas (una Summa summarum), sino más bien en la capacidad de la sabiduría humana para desvanecer por entero el preguntar. En esa medida, el auténtico problema del realismo y de la metafísica reside en la permanencia del preguntar y de la perplejidad más allá de todas las razones. A resolver ese problema radical va dirigida la tarea de esta obra, que no intentará ni demostrarlo todo, ni dar respuesta a todas las preguntas, ni instalarse en la ultimidad del saber, sino reducir la diferencia entre la perplejidad y la presencia del saber. Si la perplejidad está asociada intrínsecamente a un modo (parcial) de saber, entonces cabe acotarla y desvanecerla; más en concreto, si la perplejidad es inherente a la presencia mental, entonces queda circunscrita a un modo de saber que cabe abandonar, y ha de entenderse que su permanencia –inevitable mientras se insista en ese modo de saber– remite a un no saber situado más allá de la presencia mental, lo que abre un campo inagotable para un realismo enteramente renovado.

B) Resumen final del contenido del PLANTEAMIENTO

La filosofía moderna ha puesto de relieve la problematicidad de la metafísica cuestionando su justificación como saber, o sea, proponiendo el problema del comienzo o fundamento del saber. Se trata de un falso planteamiento, pues en verdad el saber no tiene problema alguno en comenzar ni brota de ningún fundamento, por eso nunca ha podido formularse dicho problema con precisión y tino. La falsedad del planteamiento deriva del método utilizado, a saber, la suposición, o del prejuicio de que el saber ha de terminar en un sabido. Con este prejuicio concuerda el intento de formular la pregunta última (Kant, Heidegger) o el de asentar definitivamente el saber en la evidencia (Hegel). Sin embargo, aunque el planteamiento sea falso y la problematicidad del comienzo no se pueda precisar, es cierto que el saber metafísico, tal como ha llegado a nosotros, está afectado por una vaga e imprecisa problematicidad, contra lo que la ingenua despreocupación de la metafísica tradicional (antiguo-medieval) cree. El problema verdadero de la metafísica no es el de justificarse o asentarse, sino el de proseguir. La dificultad de proseguir queda patente, hasta el grado de la imposibilidad, en el intento de formular la pregunta última; de ahí la no inutilidad de la filosofía moderna, aunque ésta lo confunda con una inexistente dificultad para comenzar y asentarse definitivamente. El verdadero problema del saber metafísico heredado es la perplejidad, que se aloja en el plano profundo del preguntar: la perplejidad es aquella imposibilidad de proseguir el saber ante la cual éste queda desorientado y reducido a un mero estado de ánimo. Aunque sea insuperable, porque no hay ningún más allá respecto de un estado de ánimo, –es decir, el estado de ánimo no es camino para nada, sino situación terminal destinada a permanecer, oculta o manifiestamente–, la perplejidad no es inevitable, pues no es ninguna enfermedad natural o constitutiva del entendimiento humano, sino que deriva concreta e históricamente del método utilizado para buscar las ultimidades, a saber, la suposición o saber como anticipación (ya terminado). La anticipación del saber, aunque permite evidencias, lo divide en dos regiones: la de lo claro y la de lo obscuro. Esta última región no es más que un no saber anticipado de modo indisociable con la evidencia del objeto presente: es el fondo último de la subjetividad, una actitud sin contenido real, que no requiere averiguaciones positivas, ni admite establecerse en ella, sino que se desvanece con sólo caer en la cuenta de que es la consecuencia inevitable de un método parcial y parcializante. Tanto la duda, como la pregunta, o la dialéctica suponen, es decir, anticipan lo sabido respecto del saber, y tal anticipación detiene el saber, le impide proseguir. Pero como, aunque la duda, la pregunta o la dialéctica lo intenten, el saber no termina, el remanente que queda tras su (metódicamente predeterminada) detención es la perplejidad. Por tanto, no basta con desentenderse del problema del comienzo, para ser realista –o sea, optimista en el orden del conocimiento– es imprescindible abandonar la duda (incluso la duda universal), la pregunta o la dialéctica como métodos para alcanzar la ultimidad, porque aunque respondiéramos a todas las preguntas y escribiéramos muchas e ingentes Sumas, en la medida en que las dudas, preguntas y dialécticas suponen, encierran el grave problema de la perplejidad, o sea, el de no saber proseguir respecto de las ultimidades. La tarea actual de la metafísica será, según esto, desvanecer el preguntar en su segundo plano, o sea, desvanecer la perplejidad reduciéndola a la suposición, de lo contrario la metafísica quedará, en mayor o menor grado, empantanada en el subjetivismo, esto es, en el pesimismo gnoseológico, según el cual las ultimidades no se pueden conocer.

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

[1] En el texto sólo aparecen dos divisiones mediante asteriscos, lo que daría lugar a sólo tres pasos. Por razones de claridad expositiva los he reordenado en cuatro, sin desentenderme de la fidelidad a los contenidos.
[2] La pregunta por la posibilidad de la metafísica constituye el hilo conductor de los Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphysik de I.Kant («Meine Absicht ist, alle diejenigen, so es werth finden, sich mit Metaphysik zu beschäftigen, zu überzeugen, dass es unumgänglich nothwendig sei, ihre Arbeit vor der Hand auszusetzen, alles bisher Geschehene als ungeschehen anzusehen und vor allen Dingen zuerst die Frage aufzuwerfen: ob auch so etwas als Metaphysik überall nur mögilch sei». Ak IV, 255; cfr. Auflösung der allgemeinen Frage der Prolegomenen: Wie ist Metaphysik als Wissenschaft möglich?, Ak IV, 365). Como esta obra resume la tarea (que no el contenido) de la KrV (Cfr. Ak IV, 380-381), puede decirse que la pregunta por la posibilidad de la metafísica resume el planteamiento crítico de Kant. También Heidegger suscribe matizadamente el planteamiento kantiano («¿Qué es lo que da a la metafísica la posibilidad interna de ser, en realidad, lo que pretende ser?»(Kant y el problema de la metafísica, trad. G. Irscher Roth, Fondo de Cultura Económica, México, 1954, 17).
[3] Es el éxito experimental de un método científico el que lo abona y justifica. Pero lo experimental del éxito radica en la objetividad de su comprobación. Podría objetarse que los números no son experimentales, no existen más que en nuestra mente, y, sin embargo, no se cuestiona la posibilidad de las matemáticas. Pero nótese que los números gozan de una evidencia que garantiza la pensabilidad o posibilidad de sus objetos, incluso aunque no existan, como tales, fuera de la mente.
[4] A formulación de esa pregunta corresponde, suo modo, la densa e importante obrita de Heidegger: Von Wesen des Grundes, V. Klostermann, Frankfurt a. M., 61973, A ella se parece también la conocida pregunta de Leibniz: ¿por qué existe algo, y no más bien nada? (De rerum originatione radicali, Philosophischen Schriften von G.W.Leibniz, Berlin, 1875-90, VII, 302 ss.; cfr.VII, 289, 301, 310, 321, etc.). Esta pregunta, en efecto, supone que existe un porqué de la existencia y de la no existencia, o sea, algo anterior a la existencia misma y que la justificaría. Cfr AS, 97.

[5] En estos exordios la palabra «principio» es usada en sentido amplio, como equivalente a ultimidad. De ahí que se hable del principio (AS 28) o ultimidad del saber (AS 32-38), pero el sentido estricto de esta voz es el del «ser», tal como aclara LP más adelante: “Conviene llamar principio a aquello de que primariamente se distingue el núcleo del saber” (AS 54).
[6] Para Espinosa lo sería, e igualmente para los idealistas alemanes, en especial para el primer Schelling, que, a diferencia de Hegel, creen estar de entrada en el saber absoluto como tal.
[7] Hegel intenta conservar el «sin principio» del comienzo añadiéndole la principialidad del negativo, para obtener, por inversión del negativo, un principiar sin principio.
[8] El saber absoluto eliminaría (no justificaría) la falta de intensidad del comienzo «sin principio», dejando sin sentido la falta de (auto)justificación inicial del saber, y con ella todo el proceso. Según Hegel, la fuerza del negativo construye todas las evidencias, siendo el saber metafísico el que justifica a los objetos, al revés que en las ciencias positivas, pero entonces queda sin justificar por qué al comienzo existe un sabido absoluto «sin principio» o sin evidencia, separado del poder del negativo. La autojustificación o autoevidencia es un sin sentido. El saber intensivamente infinito o divino no necesita de justificación ni evidencia algunas. Si algún saber busca autojustificarse o hacerse autoevidente es porque carece de intensidad infinita, y si carece de ella entonces nunca podrá dársela a sí mismo.
[9] Y no por falta de competencia de Hegel, sino precisamente porque se la da por supuesta; lo cual no es óbice para observar que si,  por un imposible, se obtuviera la autoevidencia, entonces, como ya he dicho, todo problema de justificación resultaría sin sentido. La idea absoluta hegeliana es una idea supuesta por Hegel, nunca llega a ser una idea que se piense a sí misma, y si, por un imposible, lo llegara a ser, nunca habría tenido un comienzo, ni absoluto ni de otro tipo.
[10] La metafísica fue denominada por Aristóteles filosofía primera, porque su tema es el principio, o lo primero, y parece coherente exigir que el saber sobre lo primero sea el saber primero –no digo en modo alguno «lo primeramente sabido»–. La confusión nace cuando se exige que el saber acerca de lo primero sea lo primeramente sabido.
[11] No digo que falte sabido en lo sabido, sino que cabe saber más intensamente lo sabido; en la pregunta falta, pues, saber, no falta sabido. Sin embargo, la pregunta debilita lo sabido con la pretensión de encontrar un sabido completamente asentado, que es a lo que ella reduce el saber.
[12] Es obvio que un problema no formulable no se sabe qué problema es, y no es, por tanto, problema alguno, pero como el hombre puede insistir por otros motivos en intentar formular lo informulable, en tales casos ha de decirse que se trata de un falso problema, es decir, de un espejismo de problema.
[13] En estas precisiones se contienen potentes concentraciones de la atención. El no-saber no cae fuera del saber, sino que le pertenece, cuando el saber está limitado. Del saber no podemos salir porque es la actividad que somos, de manera que (para el saber) no cabe el no-saber como situación excluyente de todo saber. Por eso no-saber es, para el saber limitado, la garantía de un más allá, de un futuro del saber, de una novación en el saber. No se está estableciendo con esto una consideración meramente lógica. Lógicamente considerado, el no saber está fuera del saber, son clases contrapuestas. Pero no-saber aquí no es desconocimiento o nesciencia puros, o sea, el conjunto de cosas que no sabemos o la carencia de actividad intelectiva, sino que tiene que ver con el inacabamiento del saber. Si el saber no se acaba, no termina, entonces el no-saber forma parte de él: no-saber es el saber en cuanto que no asentable definitivamente en evidencia, en cuanto que más allá de todo sabido.
[14] Para que las palabras no sumerjan al lector en un aparente caos nocional, recuérdese que la evidencia la aporta el saber, pero se la aporta siempre a lo sabido, de manera que, aunque aportada por él, no recae nunca sobre el saber; de ahí que, si bien gracias a su aportación es evidente lo sabido, ella no es nunca un sabido ni tampoco evidente.
[15] Conviene notar que el principio o fundamento real no lo es del saber; si el fundamento real fuera el principio del saber, el no conocerlo al principio llevaría consigo una insubsanable falla del saber. Pero el saber se puede pasar sin conocer el fundamento, porque el fundamento no es su principio, sino el principio de aquella realidad que no conoce. Conocer no es un comenzar, aunque se puede conocer el comienzo o principio de lo que no es conocimiento. De hecho, el saber no comienza «desde cero», sino supliendo el ser. La presencia mental o el límite es la diferencia pura con el ser, la presencia no depende del ser, sino que lo suple, articulando el tiempo, y por eso nuestro saber no empieza por conocer el ser. Cfr. AS 122 ss.
[16] De acuerdo con las aclaraciones hechas sobre la pregunta como método, respecto de la ultimidad no hay tanta diferencia entre la pregunta y la dialéctica, pues ambas son reflexivas. Aunque Hegel no quiere volverse de espaldas al principio del saber, sino que da la espalda a la pregunta, sin embargo, en la medida en que no abandona la suposición, no consigue superar la perplejidad, segundo plano de la pregunta: Hegel supone que la ultimidad del saber es también un sabido, el último sabido. Por tanto, a lo que da la espalda Hegel es, en verdad, a la pregunta como saber provisional, pero no al fondo del preguntar, a la suplantación de la ultimidad del saber por un sabido. Hegel encuentra insuficiente la debilitación de lo sabido que lleva consigo el preguntar. Según él, para que aparezca como sabido el fondo incógnito del saber es preciso negar con fuerza redoblada lo sabido, con tal fuerza que llegue a aparecer como objeto el propio negar. Si la reiteración del preguntar ante la ultimidad es no saber cómo preguntar y no poder dejar de hacerlo, la reiteración del negar ante la ultimidad es no saber cómo negarla y no poder dejar de hacerlo. Ni la pregunta ni la doble negación alcanzan lo primero, porque ambas lo han de suponer para poder formularse.
[17] Enmarañarse es encadenar varias confusiones entre sí de tal manera que se vuelven encadenantes, es decir, hacen inextricable su desovillamiento. Hegel interpreta el inacabamiento o finitud de la evidencia como el poder infinito de la razón, el cual ha de llevar a cabo, a lo largo de un proceso, su propio acabamiento en presencia.

[18] Sein und Zeit, 18.Aufl., M.Niemayer, Tübingen, 2001, §31, 146ss.; cfr.§2 p. 7; §4, p.14.
[19] Heidegger no se ha dado cuenta del alcance de la distinción entre preguntar y saber. Asumir el inacabamiento, instalarse y vivir en él, deja a nuestro saber sin ningún sabido, y por tanto nos deja también sin saber nada. El inacabamiento del saber queda manifiesto por la diferencia entre preguntar y saber, ya que en las ultimidades del saber el preguntar se extingue –al no ser entonces compatibles saber e ignorar–, no así el saber. Ahora bien, cuando uno intenta instalarse en el inacabamiento del saber mediante la instalación en el plano profundo del preguntar (la perplejidad), se ha de quedar por fuerza sin saber. Instalarse en el segundo plano del preguntar, en la actitud, o lado obscuro de la evidencia, no elimina la suposición, sino que asienta el no saber, de modo que no equivale a instalarse en el saber, sino en el previo no saber. Heidegger pretende convertir entre sí la provisionalidad de la pregunta con el inacabamiento del saber, merced a la perplejidad, en la que se darían la mano la ultimidad del saber y del preguntar. Pero lo inacabable último no puede ser el preguntar, pues: 1) o lo provisional de la pregunta remite a la respuesta o no se formula; 2) la provisionalidad no es compatible con la ultimidad del saber, ni tampoco con ninguna instalación (a no ser cesando); 3) la perplejidad no es camino para el saber, sino en todo caso para una perpetuación del preguntar que daría al traste con el carácter último de la pregunta fundamental. El proyecto de Heidegger separa tanto el saber respecto de lo sabido, que da por supuesto el saber, pero en forma de no-sabido, y esto lleva consigo que el no saber se haya de anticipar o pre-conocer limitadamente, así como que su conocimiento pleno haya de detener por completo el saber antes de saber. Por eso, resulta inevitable cuestionarse por la convertibilidad entre saber y preguntar. ¿Qué es lo que se sabe en la ultimidad del saber, cuando el preguntar se instala en la perplejidad? Nada, podría decir Heidegger. Pero el balance del saber no puede ser nulo. Una cosa es que el saber no sea lo sabido, otra que el saber no sepa. LP no despecha lo sabido (Cfr. AS, 358), lo rescata en la prosecución del saber.
[20] Lo decisivo del preguntar es que, aun sin conseguir ser formulado como verdadera pregunta, se puede continuar intentando hacer. Un preguntar que rebrota después de detectada su incongruencia es un preguntar que admite su confusión y falta de luz, pero sigue emanando de la perplejidad. La perplejidad es la experiencia de un fracaso del preguntar, la experiencia de una frustración. Ese fracaso se vivencia emotivamente, se traduce en un sentimiento de desconcierto. Pero la razón de tal desconcierto es una falsa expectativa, la expectativa de poder objetivar el saber, de que el saber se convierta en un sabido. Esa expectativa nace de los modos de pensamiento provisionales, en los cuales se mezcla el saber con el ignorar, lo sabido con lo no sabido. Pero en la ultimidad del saber no cabe la mezcla de saber con ignorar. Si ante el fracaso de dicha expectativa uno, en vez de extinguirla, vista su falsedad, se empeña en seguir exigiendo que el saber comparezca como un sabido, entonces el preguntar ya no puede ser articulado, simplemente emana de la actitud, o sea, del no saber como acto frustrado. No es lo mismo el deseo de saber que el empecinamiento en preguntar. El deseo de saber nace del propio saber en cuanto que inacabable, el empecinamiento en preguntar nace de la exigencia de objetivación.

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