Las siguientes aclaraciones se desarrollan en cuatro pasos, de los cuales los tres primeros toman como guía dos largas notas a pie de página escritas por LP en el planteamiento de este capítulo primero (pp.27-32), en las que ofrece (i) un marco de referencia histórico-filosófico y un progresivo acercamiento de la atención al proceder de la interrogación, que va (ii) desde el plano primeramente visible hasta su fondo (iii). El cuarto y último paso es una breve adición mía, que apunta a una ampliación de referencias por el lado de la antropología y de la teoría del conocimiento polianas, con el objeto de completar la comprensión del lector acerca de la pregunta como método, y de que pueda servir, por congruencia, de sinopsis de lo averiguado.

I.- Para enmarcar la consideración de la pregunta como método, LP se remite a sendas citas de Aristóteles, que pueden ofrecer apoyo al lector en las difíciles y originales concentraciones de la atención que siguen.

Dice Aristóteles en la Metafísica, A, 9, 992 b 29 ss.:

«Pues así como el que comienza a aprender Geometría puede saber previamente otras cosas, pero ignora por completo aquellas sobre las que versa esta ciencia y acerca de las cuales se dispone a aprender, así también en lo demás; de suerte que, si hay una ciencia de todas las cosas, como afirman algunos, el que comience a aprenderla no conocerá previamente nada. Sin embargo, todo aprendizaje se realiza a través de conocimientos previos, totales o parciales, tanto si procede por demostración como por definiciones (es preciso, en efecto, saber previamente y que sean conocidos los elementos de la definición).» (Trad. de V.García Yebra, Gredos, 1970, vol. I, pp. 79-80).

Y también dice en Metafísica B, 2, 997 a 7:

«Pues qué es, de hecho, cada uno de estos principios, llegamos a conocerlo sin más (al menos, como ya conocidos los usan también otras artes). Y si hay una ciencia demostrativa acerca de ellos, será preciso que algún género sea sujeto, y que, de ellos, unos sean afecciones, y los otros axiomas (pues es imposible que haya demostración acerca de todos), porque la demostración tiene que partir de ciertas premisas, referirse a algo y demostrar algunas cosas», (Ibid. pp.109-110). [Los subrayados en ambas citas son míos].

Según LP, estos dos textos son suficientes para perfilar, preliminarmente, la peculiaridad del saber humano, que él resume en estos dos puntos: 1) si existiera una ciencia de todo, se tendría sin conocimiento precedente, es decir, habría de ser absolutamente originaria o innata, sin suposición alguna; 2) es imposible que haya demostración de todo, concretamente los primeros principios no pueden ser demostrados. Desde ellos cabe entender mejor lo que ha quedado expuesto en páginas anteriores, pero también, dando un paso más allá de Aristóteles, introducir el tema de la pregunta fundamental.

Aunque esos textos no hablan de la pregunta fundamental en directo, sin embargo tienen que ver con ella. La primera observación aristotélica afecta a la dimensión interrogativa del saber, mostrando su limitación. En efecto, toda pregunta se hace anticipando algo sabido, y en cuanto que se sabe de modo no definitivo: se pregunta desde el saber y buscando alumbrar más lo que se sabe. Por tanto, de acuerdo con la indicación aristotélica, la pregunta no puede darnos el conocimiento de todo, porque se apoya en conocimientos precedentes. A su vez, y en correspondencia con lo anterior, el principio del saber no puede ser conocido como respuesta a una pregunta, ni estar sujeto a contrastación científica. De modo paralelo, el saber perenne no puede ser entendido como aquel que tiene respuestas para todas las preguntas, porque preguntar es un modo de saber provisional, y, en cuanto tal, transitorio y relativo a la solución, pero lo primero no puede ser «solución» de nada, porque entonces no sería lo primero (dado que la solución implica alguna deficiencia previa).

El segundo de los textos tampoco habla de la pregunta última, pero sirve para descubrir su inanidad. Si los principios no pueden ser demostrados, no es porque no sean principios, sino porque la demostración no los puede ilustrar; del mismo modo, el que la pregunta última no pueda ser formulada o parezca quedar sin respuesta no debilita ni hace incognoscible a la ultimidad, sino a la propia pregunta última: si no por ser indemostrable deja de ser cognoscible el principio, tampoco por no ser cuestionable carecerá de cognoscibilidad, sino que es más bien la pregunta por el principio la que carece de sentido, como lo muestra la reiteración ante él del preguntar. La pregunta última no llega a ser una pregunta, porque pretende ser definitiva, no provisional; y si, a pesar de que no se pueda responder (por informulable), se reitera, es porque se reduce al orden de lo inalterable, que es el límite del pensar humano.

II.- Lo más obvio de la pregunta es su valor de provisionalidad, pero es preciso concentrar más la atención sobre ella. Que la pregunta sea un saber provisional significa que, como tal pregunta, sólo es saber en la medida en que todavía no se tiene la respuesta, pero también significa que deja de existir como pregunta en el momento en que es satisfecha por la solución o respuesta. La provisionalidad de la pregunta significa, pues, que tiende-a y cesa-en lo estable de la evidencia: la satisfacción proporcionada por la respuesta elimina o hace cesar la pregunta como pregunta. Esta relación de satisfacción y cese encierra una interna contrariedad que cualifica a la pregunta como saber.

En efecto, si la solución elimina la pregunta, entonces es que no la puede proseguir como saber ni tan siquiera puede proceder de ella, puesto que la hace cesar. Pero si no la prosigue ni procede de ella, entonces ha de concluirse que la solución es anterior a la pregunta: es la solución la que pone en marcha y orienta el preguntar. No se puede preguntar, si no se sabe de antemano adónde se ha de llegar[1]. El caminar aparente de la pregunta es, por tanto, engañoso: parece que va de la pregunta a la respuesta, cuando en realidad es instrumentado y esclarecido por esta última. Siendo la solución la que, irrumpiendo, suscita el preguntar o saber provisional, ella misma es la que lo hace cesar, trocando lo provisional en estable. Por consiguiente, ese trueque de lo ya sabido en provisional y de lo provisional en evidencia estable es el juego interno del preguntar, gracias al cual se arma la pregunta, que quedaría indeterminada (informulada) si no fuera porque la solución la determina. Con todo, la razón más honda de que la pregunta no pueda ser un verdadero antecedente de la respuesta estriba en que el preguntar se hace de espaldas al principio del saber, el cual no se posee inicialmente –cosa obvia, pues si se poseyera, no tendría sentido preguntar nada[2]–. Lejos, pues, de ser la modalidad progresiva (dinámica, operativa, explicativa) del saber, la pregunta es sólo un modo provisional (pre)destinado a descansar en lo estable de la solución, pero de una forma no plena, porque la solución (como satisfacción de la pregunta) ni hace comparecer el principio ni afecta a lo inalterable (límite) del saber[3], lo cual (como inalterable) no puede ser resultado del preguntar (provisional).

De la aclaración precedente se deduce que:

1º Para poder ser formulada, la pregunta ha de suponer. Suponer significa saber como anticipación. La anticipación no es sino la activa introducción de la anterioridad en el saber; la anterioridad es la forma absoluta de lo anterior; y «anterior» es una noción relativa que significa: lo que está más cerca del principio[4]. La anticipación de la respuesta o solución permite suplir (funcionalmente) la no posesión inicial del principio del saber, y así formular la pregunta. La provisionalidad de la pregunta se mueve en la (insalvada) diferencia entre el principio (no conocido inicialmente) y la solución que lo suplanta. Suponer es, pues, suplir el principio por la anterioridad de la solución. En la medida en que la (supuesta) solución hace las veces de principio (incompareciente) del saber se puede formular la pregunta, la cual se satisface y cesa en la solución como si fuera un conocimiento con principio.
2º La intrínseca referencia del preguntar a su solución es la formulación misma de la pregunta. Pero eso no significa que la solución a toda pregunta esté garantizada –pues la formulación puede no estar bien hecha–, significa tan sólo que una pregunta insoluble equivale, en rigor, a una pregunta informulada. Y como la formulación sólo es posible mediante la suposición, cabe afirmar, primero, que sin función supositiva no habría preguntas, y segundo, que el valor temático de la pregunta se reduce enteramente a la suposición[5].
3º Existe una correspondencia necesaria entre pregunta y solución, pues la referencia a la solución es necesaria para que la pregunta aparezca en el orden del saber –o, lo que es equivalente, para que el saber tenga una modalidad provisional–; y, a su vez, la modalidad provisional es la aportación temática del preguntar. Pero esa correspondencia lleva consigo que la anterioridad de la solución no es la forma plena del saber, puesto que se tematiza en forma de provisionalidad.

III. Las observaciones anteriores nos permiten ahora entrar más a fondo en la pregunta como método. En cuanto que la pregunta suple el conocimiento del principio por la suposición, y en cuanto que lo que con ello consigue es sólo un saber provisional (pre)destinado a cesar, la pregunta como método resulta equívoca: pertenece a dos órdenes, al del saber y al del no saber.

1º (4.º) La pregunta no busca sólo la respuesta que ella misma adelanta en su formulación, sino que busca sobre todo proseguir el saber al margen de la ultimidad, es decir, sin saber cómo. La pregunta tiene que ver con el saber en la medida en que promete satisfacerse con la respuesta, cuyo sentido ha adelantado ella misma en forma de criterio para una búsqueda provisional. Pero, más allá de esta implícita promesa, existe en ella una pretensión que nunca quedará satisfecha, la de proseguir el saber apoyándose en lo sabido y de espaldas a la ultimidad. Ésta es su pertenencia al orden del no saber, concretamente al orden de la perplejidad. Por eso, aunque una pregunta se acalle en la respuesta, el preguntar se repite indefinidamente. Toda pregunta nace, pues, no sólo del saber, sino también de la perplejidad, es decir, del no saber.
2º (5.º) El no saber (o perplejidad) al que pertenece la pregunta es un no saber asociado[6] a la suposición, no es el no-saber como simple «más allá» o prosecución del saber. En efecto, el saber como anticipación es distinto del saber como prosecución, por lo que abre la puerta a un no saber peculiar. La distinción recién hecha no es en modo alguno paritaria, es decir, homogéneamente recíproca: el saber como anticipación impide el saber prosecutivo, mientras que el saber prosecutivo no necesita más que corregir la precipitación del primero para englobarlo en su proseguir. Esta desigual diferencia a favor del saber prosecutivo resalta su superioridad, de manera que, si bien el saber como anticipación aborta toda verdadera prosecución, no puede quedar indiferente ante la ausencia de ésta, sino que es afectado por ella. En concreto, la perplejidad es, precisamente, la huella de la carencia de prosecución en el saber supositivo, o sea, un no saber como anticipación desorientada. La perplejidad es la huella, no la propia carencia de prosecución, porque ella no es ni conocimiento temático ni su falta, sino estado de ánimo, precisamente el que corresponde a la defraudación del saber como prosecución. Por lo demás, tal defraudación impide que el saber como anticipación pueda asentarse en su finitud, no lo deja indiferente, de tal manera que, para poder formularse temáticamente, la pregunta ha de suspender de modo funcional, y sólo de modo funcional, el valor estable de lo anticipadamente sabido, y sólo así puede cesar en lo inalterable de la solución. La suspensión completa del saber como anticipación no la lleva a cabo ni el saber como prosecución ni la pregunta como modo de provisional del saber, sino la pretensión de hacer la pregunta última, o sea, la perplejidad.
3º (6.º) La perplejidad que está detrás de todo preguntar queda encubierta bajo la relativa satisfacción que la respuesta depara siempre que la pregunta pueda suspender funcionalmente lo anticipado. Pero la pregunta última pretende anticipar la ultimidad, o sea, aquello que no admite ni anterioridad ni suspensión algunas, aquello que no puede tener valor de solución ni de establecimiento terminal; de ahí que no pueda ser formulada ni alcanzar valor temático, aunque eso no impida que se intente. Ahora bien, el intentarlo no se apoya ya en nada anticipadamente sabido, sino precisamente en la huella que la defraudación del proseguir deja en la suposición, o sea, se apoya exclusivamente en el no saber (anticipado) que es la perplejidad, y en ella se enreda. La reiteración indefinida del intento de formular la pregunta primera muestra su inanidad y, lo que es más, el verdadero fondo de lo inalterable y del límite: el no saber como estado de ánimo, la perplejidad, la actitud, la subjetividad.

IV.- Aclaración final. El hombre no empieza conociendo el principio, sino que empieza articulando el tiempo, abstrayendo. El hombre no posee originariamente el principio, o, dicho de otro modo, al inicio la ultimidad del saber no comparece: en el comienzo no se conoce el principio como tal[7]. Eso no significa que no se pueda conocer el principio, sino que ha de ser buscado, lo cual no desentona con que el hombre comience a saber articulando el tiempo. Nacemos volcados hacia el conocimiento de la esencia del mundo, y nuestra inteligencia obtiene, sin esfuerzo alguno y de inmediato, abstractos o articulaciones temporales. Pero este éxito no es más que una precipitación, es prematuro, precisamente porque el abstracto es una detención del saber, es un sabido improseguible, en cuanto que desasistido por la ultimidad del saber. La precipitación[8] del abstracto incurre en una omisión de la ultimidad que lo hace insuficiente para el saber. Para remediar ese estancamiento del saber, que aparece por primera vez en el abstracto[9] y que reaparece, una y otra vez, bajo las distintas formas del pensamiento, éste arbitra, como una de las salidas, o vías, posibles, la interrogación. La pregunta intenta la prosecución, procediendo a suplir la no comparecencia originaria del principio mediante la anticipación de la solución, es decir, suponiendo o apoyándose en el abstracto, pero de tal manera que, a la vez que se apoya en él, suspende funcionalmente su valor estable o inercial, que es el que detiene el saber y lo convierte en deficitario. En cuanto que suspende lo estable, la pregunta es provisional y, por tanto, no admite ningún asentamiento en ella. En cuanto que suple la no comparecencia del principio con la anticipación, desfuturiza todo asentamiento. La pregunta se hace, por tanto, de espaldas al principio del saber[10], y se apoya en el abstracto, pero debilitando su estabilidad, poniendo como no sabido algún aspecto suyo, que se adelanta como criterio de la respuesta, con el objetivo de adscribirlo a algún ámbito general[11]. Esta suspensión funcional es una forma de negación, la forma más suave de negación[12], y por tanto de reflexión, que hace posible que la respuesta o solución la haga cesar. Pero por ser reflexiva no es prosecutiva del saber, sino que o lo detiene en la solución (anticipada), o lo detiene en una reiteración sin fin (por incomparencia del principio).

Son dos, pues, los referentes a tener en cuenta en la consideración de la pregunta como método: la ultimidad del saber, a la que se le vuelve la espalda («tergiversa») e intenta suplir mediante la suposición, esto es, adelantando un sabido y tomándolo como principio del intento de prosecución; y la estabilidad de lo sabido, cuya suspensión funcional es lo que determina la pregunta y la hace un modo provisional del saber, (pre)destinado a cesar en la respuesta[13]. Paralelamente, existen dos planos en la pregunta, uno profundo (la referencia a la ultimidad que se suple) y otro obvio (la petición o exigencia de satisfacción). Este plano mencionado en segundo lugar permite la tematización del preguntar, pero el primero es una desconsideración de la ultimidad del saber, que pretende pasar por alto su no comparecencia, y sólo consigue entretener la atención, mas no proseguir verdaderamente el saber. Dicha impotencia intrínseca a la pregunta como método es un no saber, pero no un no saber como «más allá» proseguible del saber, sino como improseguibilidad: es un no saber cómo proseguir, al que corresponde de lleno un estado de ánimo, la perplejidad, la cual está latente en la insaciable reaparición del preguntar (con sentido), y se manifiesta a las claras como reiteración (sin sentido) cuando uno se empeña en formular la pregunta última[14]. La perplejidad es lo inalterable de la pregunta, lo que queda intacto en todo preguntar y que sólo sale a la luz cuando se intenta la pregunta definitiva. La ventaja que ofrece la pregunta última es que en ella la carencia de prosecución no puede quedar disimulada por la (estable) suficiencia de la determinación segunda: en su caso, la carencia de prosecución de lo inalterable o incólume no puede ser suplida por la relativa suficiencia de la adscripción de lo determinado a alguna generalidad[15]. En cuanto que (reiterativamente) inalterable, la perplejidad es la manifestación primera e ingenua del límite mental, la cual acontece como suspensión del saber anticipador en la forma de una repetición del preguntar sin sentido ni término. Ante la ultimidad del saber el preguntar se acaba como saber: no se puede formular como pregunta, y su provisionalidad se convierte en definitiva reiteración. La pregunta última no es apta para declarar la insuficiencia de la presencia mental, porque la supone y usa, sólo es apta para sufrirla de modo impreciso y desorientador.

Tras esta aclaración, una objeción parece salirnos al paso de inmediato. En efecto, si en el comienzo carecemos del conocimiento del principio, si la pregunta se hace de espaldas al principio del saber, entonces parece cobrar sentido (y sentido negativo) la pregunta fundamental, parece que la no justificación incoativa del saber responde a un problema señalable, a una ausencia de justificación positiva: la inicial carencia del conocimiento del principio.

Pero se trata de una falsa alarma. Una cosa es la aclaración de la perplejidad, otra la perplejidad como estado de ánimo. Como nosotros empezamos articulando el tiempo, venimos a percibir un déficit cognoscitivo, que no es la falta de conocimiento de algo, sino la no proseguibilidad del saber obtenido, la cual es vivida, en los casos extremos del preguntar, como perplejidad. En la perplejidad se está imperceptiblemente, y se cae cuando se apercibe uno de la imposibilidad de un preguntar último con sentido; en la aclaración de la perplejidad no se está ni se cae, sino que a ella se eleva el saber concentrando la atención y disolviendo el estado de ánimo. La dificultad a que alude la objeción parece crearla eso de «la ausencia del conocimiento del principio» o ultimidad del saber, pero la ultimidad del saber no es un sabido, no es algo, sino su inacababilidad, su perennidad. Por tanto, la problematicidad del principio del conocimiento es una problematicidad indefinida e imprecisable, que no admite una solución concreta (ni positiva ni negativa), pero sí una aclaración que la desvanezca. No saber cómo proseguir, o intentarlo en vano, no significa ignorar algo, sino poseer un saber atenazado y frenado en seco: no se detiene el saber porque desconozcamos algo, sino porque es saber en presencia objetivante, porque lo que sabe lo sabe terminativamente. La perplejidad es una peculiar detención (del saber) que no cesa, que reclama proseguir sin saber cómo, de ahí que sea reiterativa. Además, «que no cesa» significa que no es afectada por la negación o reflexión, de ahí que sea inalterable. Y esto, adicionalmente, significa que no puede ser referida-a ni controlada-por un fundamento[16], del que está desembarazada de antemano por la suposición. Todo ello induce a pensar que la perplejidad es la enfermedad de la razón o el problema a resolver: he ahí el enredo. Pero la perplejidad no es el problema a resolver, sino sólo el síntoma más visible e incómodo; en verdad, lo que genera el problema, la etiología de fondo e imprecisable en términos objetivos, es la suplencia de la ultimidad del saber por lo inmediatamente sabido. Por tanto, no hay que intentar salir de la perplejidad, ni hay nada que resolver[17] para proseguir el saber, basta con detectar y abandonar inteligentemente el límite que lo frena, o sea, salirse del enredo.

Ignacio Falgueras Salinas

[1] La solución no es sino una generalización bajo la cual puede ser determinado el supuesto: “La pregunta busca el ámbito general en que el supuesto puede adscribirse. A esto se llama solución.” (AS 96).
[2] Si conociéramos el principio, no tendríamos que anticipar soluciones para suplirlo, es decir, no preguntaríamos.
[3] Nótese que, según dice LP, la solución de toda pregunta se reduce a lo inalterable (AS 28, última línea de la nota), pero también, y a continuación, dice que la solución no pertenece al orden de lo inalterable, en cuanto que es verdadera solución, es decir, satisfactoria o suficiente (AS 29, línea 2-3 de la nota); y más adelante (AS 30, cuarta y tercera líneas por el final de la nota) dice que la pregunta como modo de saber provisional está enteramente referida a lo inalterable de la solución. Para entender estos pasajes es preciso tener en cuenta que lo inalterable o lo incólume (AS 93) es el límite mental, y que en relación con la pregunta existen dos tipos de inalterabilidades: lo inalterable de la solución y lo inalterable de la reiteración (AS 32 nota, punto 5.º frase final). Esto último quiere decir que el límite está en relación distinta con cada uno de los planos de la pregunta. La solución está afectada por la inalterabilidad del límite, porque ella misma es arbitrada en la pregunta para remediar la improseguibilidad del saber precipitado desde la presencia mental. El límite mental propicia el preguntar, no al revés: no es limitado nuestro saber porque preguntemos, sino que preguntamos porque nuestro saber es limitado. La solución se anticipa porque el límite mental afecta a lo sabido en la forma de insuficiencia para el saber. En cambio, lo inalterable de la reiteración es consecuencial, no se arbitra, se encuentra como imposibilidad de proseguir: aquí el límite es agotamiento. En relación con el primer plano de la pregunta el límite es cese de la provisionalidad del saber; en relación con el segundo plano de la pregunta el límite es estado de ánimo, frustración del saber. La inalterabilidad se sitúa, pues, antes y después de la pregunta última, pero con apariencias distintas. La solución pertenece a lo inalterable en cuanto que se anticipa, ya que en esa medida se reduce a lo precipitado en presencia, pero no muestra lo inalterable en la medida en que satisface la provisionalidad de la pregunta. Mas cuando se intenta la pregunta última, el límite aparece con toda su fuerza. La inalterabilidad de la reiteración muestra en toda su intensidad el límite mental.
[4] Cfr. Aristóteles, Metafísica D, 11  1018b10: “Anteriores y posteriores se llaman algunas cosas, suponiendo que algo es primero y principio en cada género, por [estar] más cerca de algún principio determinado….” (García Yebra, 254).
[5] Cfr.Wittgenstein, Tractatus Lógico-philosophicus, 6.51: “la duda sólo puede existir cuando hay una pregunta; una pregunta, sólo cuando hay una respuesta, y ésta únicamente cuando se puede decir algo” (Trad. Esp. E.Tierno Galván, Alianza Universidad, Madrid, 1973, 201). Wittgenstein se ha dado cuenta de que la respuesta es condición antecedente de la pregunta, pero no saca consecuencias metafísicas, sino lingüísticas.
[6] Preguntar es suponer, pero no necesariamente todo suponer es preguntar. La pregunta supone negando débilmente la suficiencia del abstracto, en la confianza de poder adscribirlo a una u otra forma de generalidad. Pero por el mero hecho de suponer, ya está asociada también a un peculiar no saber, al no saber como insuficiencia del supuesto para proseguir el saber.

[7] Cfr. AS, 28.
[8] La voz «precipitación» contiene una sugerencia doble: adelantamiento indebido de una operación, y decantación de un poso o resultado (por separación dentro de un líquido). Ambos son aprovechados por LP. El abstracto es un precipitado y la presencia mental una precipitación que suple el principio. Esta suplencia implica que actúa con independencia
[9] “El supuesto de la pregunta es, por lo tanto, un abstracto cuya insuficiencia no ha podido declararse…” (AS, 95-96).
[10] Cfr. AS, p. 29 (1ª edición).
[11] La negación es un uso de la insuficiencia de lo objetivamente sabido. La pregunta busca un ámbito general en el que poder aplicarlo o al que poder atribuirlo.
[12] La pregunta es el uso opcional de la negación, la insuficiencia de la presencia mental en espera de ser declarada (AS, 94). La opción se detecta de modo último en la pregunta: “¿por qué el ser, en general, y no más bien la nada?”, pero está presente en toda pregunta y permite instrumentarla, concediendo (por adelantado) a la solución carácter suficiente, inalterable (AS, 97).
[13] La pregunta se sitúa entre dos no saberes: por delante tiene el no saber como improseguibilidad de un abstracto, que ella intenta movilizar mediante su peculiar artilugio de declararlo insuficiente debilitando algún aspecto suyo, pero aunque pueda conseguir un progreso relativo, su movilización provisional vuelve a caer en otro sabido tan inmóvil como era el que quiso remediar, de ahí que siempre vuelva a reeditarse, y que la respuesta que la hace cesar en un sabido no satisfaga su intento de prosecución del saber. Para intentar no reeditarse más, se intenta la pregunta última, pero con ella aparece el segundo no saber. El segundo no saber es la improseguibilidad no de un sabido, sino del preguntar como saber. La pregunta fracasa como saber en profundidad, aunque pueda tener éxito en la práctica, pues no consigue ni proseguir el saber ni tampoco estabilizarlo por completo. La pregunta no sabe lo que busca, nace y muere en el no saber: desestabiliza lo sabido (por mor de proseguir), para estabilizarlo de nuevo en la respuesta (por haberla adelantado); y en la pregunta última pretende desestabilizar todo el saber, para estabilizarlo definitivamente en la inercia de un sabido, pero no puede, sino que entra en fibrilación mental o perplejidad. Sin embargo, este no poder asentarse en un sabido definitivo da sentido a la perplejidad como síntoma o denuncia de un atentado contra la integridad del saber: no cabe asentarse en la finitud (objetiva) del saber.

[14] La pregunta última (o primera) es la que se dirige al supuesto (AS, 97).
[15] Existen, por tanto, dos suficiencias: la de la respuesta a la pregunta, que es una suficiencia relativa a lo suspendido o negado en el supuesto por la pregunta, pero que es insuficiente para proseguir, porque se detiene; y otra absoluta, que es la declaración de la insuficiencia del límite mental. Esta segunda no es alcanzada por la pregunta, que queda atenazada indefinidamente por la suposición o el límite como improseguibilidad. Y de modo paralelo, existen dos perplejidades o insatisfacciones, una antecedente, que mueve a preguntar, y otra consiguiente, que renueva el preguntar, y que cuando se intenta satisfacer definitivamente da en perplejidad.
[16] AS 47.
[17] La perplejidad se disuelve, no se resuelve. El problema del conocimiento no es tal problema, sino sólo un empecinarse en el conocimiento objetivo como si fuera el único, un no darse cuenta de que el saber es inacabable. Respecto de tal empecinamiento, la perplejidad es un síntoma que muestra lo grave de la confusión y la necesidad de proseguir el saber.

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