¿Quién mueve a la voluntad?

  1. Francisco Molina

(en Futurizar el presente)

The tradition has joined the notions of «willness as nature», «rational willness», «end», «last end», «goodness» and «happyness». Leonardo Polo thinks that is correct if we introduce the habit of synderesis. But, we will have to find the relation of this habit with eade of them.

El término sindéresis, según Tomás de Aquino, se refiere a un hábito innato del intelecto agente que guarda los primeros principios prácticos, paralelo al hábito de intelección de los primeros principios especulativos[1].

La voluntad, segundo término que aparece en el título, se ha definido muchas veces como «apetito racional». Quizás convenga, sin embargo, diferenciarla de los apetitos, como haremos enseguida. Por otra parte, el mismo Tomás de Aquino recomienda distinguir en la voluntad un simplex velle inicial, que sería su aspecto potencial, de la voluntad sometida a la razón, conocida como «voluntad racional»[2].

Respecto a la pregunta que sigue, ha sido contestada por la tradición señalando que la voluntad recibe su especificación del objeto que le ofrece la razón, pero que el acto lo recibe directamente de Dios, Creador y causa de todo lo creado[3]. Aún cuando L. Polo esté de acuerdo en que Dios es Creador y fin de la creación, no lo está en cuanto que deba ser considerado «causa», porque Dios trasciende totalmente las causas. Este es un punto importante de la rectificación poliana del hábito de intelección de los primeros principios que es, después de su definición del límite mental, el comienzo de su filosofía trascendental[4]. Es cierto que Dios al crear otorga todo tipo de actos, pero quizás nosotros debemos examinar, y en esto no haríamos más que continuar a la tradición, qué actos principales activan otros actos. Precisamente, nos hemos propuesto como tema de estudio la activación de la voluntad nativa, es decir, la llegada del hábito de sindéresis a la voluntad. Utilizaremos para ello las publicaciones de Leonardo Polo sobre este tema[5].

  1. La voluntad como apetito o tendencia.

Aristóteles distinguía dos momentos en la voluntad, a uno le llamaba órexis, que significa apetito, tendencia, deseo; y al otro boúlesis, y se refería con este término a la misma tendencia pero ya asistida por la razón. ¿Es completo el paralelismo de ambos términos con los de voluntas ut natura y voluntas ut ratio de que habla la tradición?[6] Parece que no. La voluntas ut natura pertenece a la parte espiritual de la naturaleza humana mientras que el apetito se corresponde con su parte corporal[7]. Por este mismo motivo, cuando se trate de la voluntad habrá que considerarla asistida siempre por algún tipo de intelección, incluso si la consideramos como pura potencia, como haremos enseguida[8].

Hablar de la voluntad como apetito al margen de la inteligencia lleva a la aberración. Se empezó a entender así la voluntad a partir del siglo XIV a propuesta de los británicos Duns Scoto y Guillermo de Ockham. Pensaron que la voluntad humana era una energía que brotaba del interior del hombre con plena espontaneidad[9]. Pensadores revolucionarios y románticos posteriores creyeron ver en esta explicación la plasmación de la auténtica libertad. También lo vio así Nietzsche. Y Freud entendió que si la espontaneidad de la conducta es algo natural en el hombre, debería promoverse para acabar con los conflictos y las complicaciones psicológicas.

Pero el autor del psicoanálisis recoge un añadido que otorga a la espontaneidad David Hume. Para él, la felicidad consiste en el placer, por lo que la ganancia en espontaneidad debe correr a cargo de la supresión de trabas morales. Ocurre entonces la siguiente paradoja: que el placer espontáneo tiene efectos dañinos sobre el individuo y acaba teniéndolos también sobre la sociedad. No hay más que aludir a los efectos de la prostitución, droga, a gran escala. De manera que la búsqueda individual de la felicidad termina en conflicto social. Y, si para evitarlo se promueven leyes y acciones policiales, por ejemplo, se consigue evitar problemas, pero se va limitando progresivamente la espontaneidad en el encuentro con el placer. Quizás tome entonces tintes eróticos o se circunscriba a determinados actos de masas o de minorías, pero en el fondo, aunque haya sido previsto y asumido con toda naturalidad por liberales como John Stuart Mill, el asunto no deja de ser profundamente paradójico. Volvemos a repetir: el impulso hacia la felicidad, que aparece con tanta fuerza como necesidad en cada persona, ha de limitarse si se quieren reducir los daños individuales y los conflictos sociales que conlleva.

Pero, esto no se entiende. Parecía que la espontaneidad tomaba un tinte positivo y liberador en estos autores y al final no es así. Más bien, su pensamiento encierra una visión pobre y pesimista del hombre, disminuye su capacidad de felicidad y complica la vida social. Por lo pronto, la sociedad como institución se convierte en una superestructura represora; dominar las pasiones encierra una conducta hipócrita porque la verdadera vocación felicitaria del hombre es la irracionalidad; y, en cuanto a la felicidad, se acaba admitiendo que es imposible de alcanzar de forma estable, y que sólo en momentos contados, y con riesgos, es posible.

Leonardo Polo ha indicado con agudeza el origen de este modo de pensar y su diferencia con el aristotélico: «Scoto sostiene que el hombre -todo ser- es únicamente espontaneidad, pura espontaneidad, y sólo ulteriormente, en segundo término o secundariamente, formalidad. Esta tesis está en Descartes, en el empirismo inglés, en Kant y llega hasta Freud. Esta tesis no es aristotélica. Para Aristóteles, el ser y la vida humana son tales que a la energía le acompaña ya, desde su principio, la forma. Ambos son primarios. Por tanto, en términos absolutos, la forma no es resultado de un dinamismo (no hay energía en algún momento sóla, sin forma). Partiendo de esa conjunción primaria, cabe alcanzar una forma superior, también energética. El hombre es optimable precisamente porque su energía está ya formalizada, y por tanto, lo ulterior es una hiperforma del principio, una forma más alta: un hábito[10]«. Por eso no se debe considerar nunca la tendencia o el impulso al margen del intelecto. El intelecto, de una manera o de otra, está siempre junto al impulso formalizándolo.

Pero, aún podemos añadir algo más. Si seguimos la axiomática poliana, propuesta en su Curso de teoría del conocimiento, nos encontramos con el axioma B, o axioma de la jerarquía. El cual supone que si emparejamos las operaciones cognoscitivas con los objetos que consiguen, se hace mucho más fácil distinguirlas y relacionarlas según su orden de importancia o de procedencia. El contexto de este axioma es la abstracción, pero nos parece que puede hacerse extensivo a todos los actos cognoscitivos y a todos sus contenidos, incluidos los hábitos adquiridos y los innatos[11]. Si eso es así, habría que decir, en primer lugar, que los impulsos o tendencias de que hemos hablado son sentidos por los sentidos internos, y la inteligencia los conoce cuando «vuelve» sobre ellos. Los conoce allí donde se dan, en los sentidos, y como sentidos por ellos[12]En cambio, a las nociones de voluntad nativa y voluntad racional se ha de llegar de otra manera, ya que no se originan en los sentidos y su conocimiento es estrictamente intelectual. Se las ha de conocer mediante los hábitos adquiridos que captan sus actos[13]Por último, con respecto a la felicidad, deberemos esperar el examen de la llegada del acto de la sindéresis a la voluntad para ver cómo la conocemos.

De este modo, damos por sentado que la voluntad no tiene que ver ni con apetitos, ni con tendencias o impulsos irracionales que se originen en la naturaleza corporal del hombre. La voluntad, y su impulso o tendencia, como indica la tradición, pertenece a su naturaleza espiritual, exclusivamente. En todo caso, podrá asumir esos impulsos corporales espiritualizándolos.

  1. La voluntad como pura potencia.

Según lo anterior, ¿podemos seguir llamando «tendencia» a la voluntad? No hay dificultad en hacerlo si cambiamos su contexto. Más aún, es muy conveniente llamarla así porque nos ayuda a distinguir mejor entre voluntad y conocimiento: aquella tiende, porque no logra fácilmente el fin; en cambio, la inteligencia posee, porque enseguida consigue su fin, que es el objeto[14].

La voluntad es, pues, tendencia. Tomás de Aquino considera oportuno distinguir dos momentos en ella: en el primero, la facultad es llamada voluntas ut natura, o simplex velle. En el segundo, su nombre será voluntas ut ratio. En ambos casos tiende al fin, pero la primera no se inclina hacia éste o aquél, sino hacia el fin en general, que es el término de todo querer. Este fin último es Dios, ser felicísimo que otorga también su felicidad a quien le busca. La voluntas ut ratio es la encargada de encontrar los pasos concretos que le lleven hasta Él.

Leonardo Polo parece que acepta este planteamiento, pero introduce, como ya hemos dicho, el hábito de sindéresis, lo que le hace cambiar totalmente su aspecto. La presencia de la sindéresis en el espíritu humano era defendida con toda viveza por Tomás de Aquino en algunos de sus escritos, porque le parecía que debía mantenerse un principio de certeza moral. Sin embargo, no alude a ella en su comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, quizás porque quiso ceñirse en todo al texto original, quizás porque no le había encontrado lugar en la filosofía práctica[15].

En todo caso, como hemos dicho, la voluntad es siempre potencia de fin, tendencia a un fin. Pero conviene precisar el modo cómo se realiza esa tendencia. Se le ha llamado «potencia pasiva» y Polo sigue en eso a la tradición. ¿Y por qué no potencia activa? Al menos, por dos razones. La primera consiste en que las potencias activas se dan, fundamentalmente, en los organismos y tienen como misión su supervivencia. «Están constituidas por una causa eficiente»[16] y su comportamiento está dirigido ad unum, es decir, es invariable, tanto en su objetivo como en el modo de dirigirse a él. Los llamados «actos del hombre» son potencias activas: el hambre, la sed, etc. ¿Es la voluntad una potencia de este tipo? Sería peligroso afirmarlo porque significaría que la vida del hombre está determinada[17]. ¿Es la persona un robot? No parece que lo sea. Por lo pronto, y esta es la segunda razón, admite actos muy diversos y también fines de lo más variados. ¿Cómo llamarla, entonces? Justamente, «pura potencia pasiva». De esta forma se resalta su indeterminación formal y, correlativamente, su pasividad absoluta respecto al ejercicio de cualquier tipo de actos. Ambas consideraciones se refuerzan mutuamente y conviene descubrirlas en un primer acercamiento a la noción de voluntad como voluntad nativa, es decir, si consideramos el inicio mismo de la voluntad.

Si es pasiva, ¿la voluntad como pura potencia no tiende? La noción de voluntad siempre hay que entenderla como tendencia pero, precisamente por eso, porque su tender es continuo y multidireccional, hay que subrayar que su posibilidad de tender es «pura», es decir, pasiva, porque no está determinada por nada. Parodiando la frase aristotélica sobre la inteligencia, a propósito de una situación similar, la voluntad es inicialmente como una «tabla rasa»[18]. Las «potencias pasivas» no pertenecen al mundo físico u orgánico, sino que pertenecen a la naturaleza espiritual del hombre y están emparentadas con la libertad. «No es una potencia según la causa eficiente sino según el fin«[19]. No están determinadas a comportamientos únicos, sino que están abiertas a una amplia gama de actuaciones. Eligen fines y unos pueden supeditarse a otros, de tal manera que hay auténticas cadenas de actos engarzados unos con otros y aglutinados en última instancia por uno de ellos que hace de último fin.

Hemos de advertir que este fin o fines son concretos, limitados. Algunos de ellos hacen de últimos fines respecto a otros que les quedan supeditados, como ya hemos dicho. Tomás de Aquino se pregunta si puede haber muchos últimos fines. Si por ello entendemos «fines radicalmente finales» responde que no, que un último fin absoluto es el que debe aglutinar a los demás. Su contestación se debe a que responde desde otro supuesto que es la existencia de Dios Creador, el Dios causa al que ha llegado a través de las cinco vías[20]. Por ser Creador ha debido tener también un fin al actuar, pero ese fin ha de ser Él mismo, ya que dada su perfección no puede desear nada que no tenga. Por tanto, si las cosas se hacen según la finalidad, Dios como último fin estará grabado, de alguna manera, en el tender de todas las criaturas[21].

Que Dios sea el último fin es afirmado también por Leonardo Polo, pero en otro contexto, porque vincula siempre «último fin» y «hábito de sindéresis», cosa que le diferencia de manera total de la posición tradicional[22]. En nuestra exposición, como aún no hemos tratado para nada de la sindéresis deberemos retrasar también la atención a ese último fin.

Volviendo a la afinidad entre voluntad e inteligencia en cuanto que puras posibilidades o «tablas rasas», podemos decir lo siguiente: primero, que el hecho de que ambas sean pura potencia o pura posibilidad indica que ambas pertenecen a la naturaleza o esencia del hombre, que es potencial. Segundo, que ambas, puras potencias, están abiertas a sus respectivos fines, trascendente en un caso e inmanente en el otro[23]. Tercero, que precisamente por ser puras potencias ambas son perfeccionables[24]. Cuarto, que el acto que las actualiza es muy superior al acto que reciben para ejercer su potencialidad. Quinto, el acto que les llega les comunica libertad, algo para lo que, de alguna forma, estaban ya preparadas en virtud de su indeterminación, pero que, como hemos dicho, está muy por encima de su naturaleza[25]. Sexto, los actos de una y otra son muy distintos, como veremos, porque en el caso de la inteligencia es un acto iluminante y comprensivo que le otorga un objeto intelegido. La inteligencia no es otra cosa que el acto de intelección de un objeto. En cambio, el acto que recibe la voluntad la constituye como tal, y la hace participar en el proyecto de la existencia personal[26]. Que ambos actos procedan de la sindéresis es algo que deberá examinarse.

  1. La relación trascendental de la voluntad con el fin

Todo agente obra por un fin[27]. Pero, conviene advertir, sin que por ello nos estemos refiriendo al último fin trascendente, acerca de la «trascendentalidad de todo fin» a que tiende la voluntad. Polo suele decir que la voluntad tiene una «relación trascendental con el fin»[28]. No estamos tratando de la trascendencia más radical, por ejemplo, aquella que puede haber entre Dios y la criatura. Nos estamos refiriendo a la trascendencia que se da entre dos realidades creadas, la realidad de la voluntad y la realidad del fin al que ella se dirige. La voluntad es pura potencia de fin, y está constituida formalmente de esa manera, pero eso no significa, como hemos dicho, que su fin esté previsto. No es algo que la voluntad tenga ya, de suyo, y que pueda desarrollar por sí misma cuando le viene el acto. No, el fin es imprevisto para ella y, lo que más nos interesa destacar ahora, es que es una realidad distinta a la voluntad, con «vida propia», independiente. Si es fin para la voluntad es porque «es otro» que ella. La inteligencia no tiene un fin de este tipo porque para conocer, que es su fin, ha debido convertir la realidad en objeto, es decir, la ha asimilado a su propia manera de ser y de operar. La inteligencia trata de obtener noticias sobre la realidad y esas noticias son los objetos, algo que se origina en el interior del cognoscente sin que tenga que intervenir la cosa que es conocida, que queda ajena a lo que sucede en el cognoscente. Pero, el caso de la voluntad es distinto porque no posee sino que tiende, no transforma sino que se dirige a las realidades mismas, que existen como tales. A un fin le sucederá otro, pero todos tienen la misma característica: la voluntad los quiere tal y como son, en cuanto que realidades distintas de ella[29]. Otra cosa es que una vez obtenidos los transforme mediante el trabajo o los asimile a su naturaleza, como sucede con el alimento. Pero, incluso para comer una manzana se requiere una manzana real, no la idea de manzana como alimento[30].

Por eso, se dice que el objeto es intencional respecto de la realidad, porque nos trae noticia de ella. En cambio, cuando se trata de la voluntad es «toda su acción» la que es intencional, porque toda ella se vuelca en la obtención de la cosa. Y aunque haya sido advertida de su calidad por el objeto, quiere la cosa, no el objeto, en la que adivina «más realidad» de la que de ella dice el objeto[31].

  1. Quiéndeterminaa la voluntad, pura potencia pasiva, al fin.

Hemos dicho que la voluntad tiende al fin. El hombre necesita alcanzar fines porque su naturaleza no le basta para sobrevivir. Ha de acceder a realidades externas para asimilarlas a su organismo, como es el caso del alimento, o para asociarlas a su actividad como medios para conseguir otros fines. Ahora bien, si consideramos a la voluntad como pura potencia, abierta a todo tipo de actuaciones, ¿de dónde puede venirle la información sobre los fines que más le convienen? Veamos, sin ánimo de ser exhaustivos, algunos suministradores de fines[32].

En primer lugar, están las potencias activas. Vimos que el organismo las poseía en gran  cantidad, todas ellas determinadas ad unum, a su propio fin. Estas potencias pertenecen a la naturaleza corporal del hombre aunque, dado su carácter igualmente espiritual, éste pueda conocerlas, fomentarlas o reprimirlas, según le parezca conveniente. Gran parte de la investigación científica, de la producción industrial, de la actividad mercantil, tienen como destino colmar estas necesidades[33].

También pueden provenir de los sentimientos y afectos. Se pueden sentir de muy diversas maneras y a distintos niveles, aunque no siempre muestren un perfil bien definido. Como sucede, por ejemplo, con el amor a los colores de un club deportivo o las impresiones que va despertando en nosotros un espectáculo público. Dada su imprecisión, no siempre estos sentimientos y afectos se pueden objetivar[34].

  Están, también, las «experiencias» que el hombre va adquiriendo en su trato con la realidad más variada. La experiencia puede ser meramente pasiva o bien puede ser activa, promovida por uno mismo con afán innovador. La experiencia de la vida, en la que se suelen entremezclar ambos elementos, lleva consigo conocimientos, vivencias, decisiones, resultados, contactos, que enriquecen sin duda la existencia personal, aunque sea difícil concretar su contenido y evaluarlo. A todos nos cuesta hacer un análisis del rendimiento de un viaje, o de algo que nos ha ocurrido en un período de nuestra vida. La gente que ha participado en una experiencia algo exótica, rica e intensa, suele hacer declaraciones o escribir sus memorias, teniendo que limitar su exposición a lo que juzgan esencial o más importante. También en este caso, la totalidad de lo vivido es inabarcable. De todas formas, todo ello queda en el interior del hombre como un fondo o sustrato que influirá en sus gustos y en sus decisiones, aunque quizás de un modo enigmático[35].

 Tendríamos que contar con las costumbres, aquellas que no llegan a ser virtud por haber sido adquiridas por imitación o por educación, con poco esfuerzo. Y, también, las virtudes conscientemente procuradas, conseguidas por propio mérito[36]. Y, por último, en una enumeración que, repetimos, no es exhaustiva, estaría la facultad de la inteligencia y la razón, presentadas tradicionalmente como inspiradoras principales de los actos de la voluntad. Ahora bien, ¿cuando son la inteligencia y la razón las causantes de la decisión de la voluntad, y cuando es la voluntad la que ordena que la inteligencia o la razón emprenda una investigación práctica? ¿Quién define el fin y el bien de la voluntad? ¿Es lo mismo fin que bien?[37].

  1. Ladeterminaciónde la inteligencia y la razón.

La inteligencia y la razón determinan formalmente el contenido de la voluntad, pero no la ponen en acto: la voluntad ha de estar previamente activa[38]. Veamos cómo la determinan, y para ello comencemos por recordar de qué manera la inteligencia conoce verdades. En primer lugar, a causa de nuestra naturaleza corporal entramos en relación con el mundo físico; nuestros sentidos externos quedan impresionados por la realidad exterior y, como consecuencia de ello, también quedan inmutados los sentidos internos. De este modo llegamos a poseer una especie impresa, de contenido formal, dispuesta a dar noticia a la inteligencia de los contactos tenidos con la realidad. Pero, ni lo sentido ni la especie explican, en último término, que el hombre tenga un conocimiento intelectual. Ni siquiera el haber tenido otros conocimientos parecidos es una garantía de que vaya a seguir teniéndolos, porque la posibilidad no origina el acto. Es necesaria la asistencia de un acto que la active, un acto apropiado para ese fin, es decir, un acto intelectual iluminante. Según la tesis aristotélica, esta iluminación corre a cargo del intelecto agente. La mente, para Aristóteles, «no es pasiva», sino que es «esencialmente una actualidad»[39]. Por eso, la inteligibilidad de la especie, en definitiva, no corresponde a la especie, sino al intelecto en acto. Del mismo modo, la potencialidad de la facultad o potencia intelectual se convierte en acto de conocer por la misma acción del intelecto agente. La especie es previa, pero el verdadero a priori es el intelecto agente. Por lo cual, quien conoce, en definitiva, es el intelecto agente, no la potencia: el acto de conocer es puesto por quien está en acto y puede hacer inteligible la especie, no por quien puede ser intelegida o por quien puede ser puesta en acto.

Al ser un acto intelectual, el intelecto agente no se puede tocar ni medir. De ahí que algunos hayan negado su existencia, presentando como alternativa una teoría materialista del conocimiento. Pero, «una teoría materialista» no tiene existencia material. También ha habido quien pensó en todo lo contrario, que la iluminación y la capacidad de conocer era algo tan alto para la capacidad humana que debía provenir de fuera, de un ser superior o de la divinidad. Tomás de Aquino insistió para que se considerase como una dotación perteneciente a la interioridad de cada persona. De todos modos, la comprensión de este acto iluminante siempre ha sido escasa, por lo que el intelecto agente parecía sumido en el misterio. Polo da de él una explicación suficiente, en nuestra opinión, al afirmar que es el acto de entender propio del acto de ser personal del hombre; por tanto, es un acto de acto, un acto del mismo nivel del acto de que procede, un trascendental convertible con él[40].

Si admitimos esta explicación, debemos comprender que el entender humano, además de la comprensión del mundo físico, debe tener otros temas de los que hacerse cargo. Por ejemplo, es estrictamente intelectual entender el ser de de las cosas, las personas, el ser de Dios, como han hecho tantos filósofos; dilucidar el sentido de cuanto existe, el modo como se debe orientar la convivencia, adivinar el futuro temporal y extratemporal, en la medida en que pueda planteárselos. Como puede verse, conocer la realidad material puede ser urgente pero, desde luego, no es ni el único conocimiento posible ni el más importante. Si se acepta esta pluralidad temática del intelecto humano no será difícil aceptar que iluminar la especie impresa es para él como un «descenso» a algo que es previo, inmediato, pero no lo más importante[41]. Y, como este descenso ha de ser constante, habitual, tampoco habrá dificultad en aceptar que lo ejerce mediante un hábito. Realizado su primer acto de conocimiento dirigido al mundo físico aparece este hábito según la propuesta poliana sobre el origen de los hábitos[42]. No será un hábito adquirido sino innato, porque dependerá del intelecto agente. El nombre que ha recibido parece muy apropiado para designar la función que desempeña: significa «yo miro, yo vigilo», que es la traducción del término «sindéresis», que queda de esta manera recuperado y ampliado respecto al cometido que se le atribuía tradicionalmente[43].

A las tesis anteriores habría que añadir otra, igualmente importante. Polo defiende que la iluminación del intelecto agente no ha de ser únicamente puntual, o intermitente, limitada a la aparición de especies impresas. Por el contrario, si tenemos en cuenta que el intelecto humano mantiene una cierta unidad y coherencia entre lo conocido, aunque su procedencia haya sido muy diferente, y que es capaz de poner en relación unos conocimientos con otros, no será difícil admitir que el intelecto en acto debe estar siempre en acto, entendiendo y promoviendo nuevas conexiones que aclaren y progresen en el conocimiento de lo inteligido. Y si el intelecto agente interviene en el conocimiento de lo temporal a través del hábito de sindéresis, también la actividad de este hábito deberá ser permanente[44].

Una nueva y última, por ahora, tesis de Leonardo Polo: la sindéresis desempeña dos funciones. Una de ellas recae sobre la inteligencia y la razón, como hemos visto: las activa haciendo inteligible la especie, es decir, las dota de objeto[45]. A través de sus contenidos objetivos pueden mover a la voluntad. No siempre lo hacen porque sólo algunas de las  verdades conocidas llegan a ser queridas por la voluntad. Cuando esto ocurre, la voluntad «se hace» racional, es decir, trabaja asociada a la razón, motivada por ella. Del mismo modo, la razón se hace práctica. Pero, para que esto sea así la voluntad ha de estar en acto y no es la razón la que puede dárselo. Según la tesis poliana, quien la pone en acto es la sindéresis[46]. De esta manera queda bastante claro que la inteligencia y la razón mueven «formalmente» a la voluntad, aunque no siempre. Hay veces que la voluntad no las acompaña. Para hacerlo ha de estar activa, pero ese acto no corresponde otorgarlo ni a la inteligencia ni a la razón sino a la sindéresis. Sin este acto es imposible cualquier colaboración entre inteligencia o razón y voluntad. Veámoslo más despacio en el siguiente apartado.

  1. Quiénactivaa la voluntad.

Según L. Polo, cuando la sindéresis «ve» la verdad de la voluntad nativa, pone en acto su querer-yo[47]. Sobre los actos concretos de la voluntad racional nos darán información los hábitos adquiridos, pero estamos ahora en el momento previo. Tratamos de entender la inicial puesta en acto de la voluntad, que hemos llamado voluntad nativa.

En el apartado anterior vimos cómo se determinaban, o formalizaban, los actos de la voluntad una vez que estaba activada y anhelante. Pero ahora queremos examinar cómo la voluntad «pura potencia», pasa a ser «voluntad en acto». También la inteligencia es pura potencia y vimos como un acto iluminante y capaz, el de la sindéresis, promovía su acto de conocer. También la voluntad necesita otro acto que la active. No la puede poner en acto el objeto presente en la inteligencia, porque un objeto abstracto no es un acto, aunque provengan de un acto. Y, además, el acto particular del que procede se agotó al conseguirlo a él, porque su función consistía en constituirlo como objeto. Por otra parte, el acto del intelecto y el de la voluntad son muy diferentes. En definitiva, hemos de pensar en otro acto distinto para la activación de la voluntad.

Aún se podría insistir en que, al fin y al cabo, es la inteligencia la que nutre de bienes a la voluntad: algunas verdades son bienes, y todos los bienes son verdaderos[48]. Pero, entonces, podemos preguntarnos, ¿qué verdades son las que se convierten en bienes? ¿Qué ingrediente necesita tener una verdad para captar la atención de la voluntad? Se suele responder de manera muy teórica, por ejemplo: eso ocurre cuando la inteligencia y la razón tejen una visión de la vida personal y social suficientemente perfecta y atractiva como para que la desee la voluntad. Sin embargo, repetimos que este planteamiento es muy teórico, incluso en el sentido peyorativo del término, porque está muy alejado de la realidad. A pesar de su atractivo un pensamiento perfecto puede resultar inoperante. No porque sea falso sino porque no es ésta la vía que nutre a la voluntad[49]Su insuficiencia consiste en que la razón no es capaz de explicar toda la realidad porque no es el único modo de conocimiento que poseemos. Por eso, hay que abandonar el límite mental, el pensar objetivo. Esas éticas y esas filosofías «prácticas» resultan excesivamente «teóricas» porque lo «objetivan todo», y olvidan que la realidad transciende el modo de comprenderla mediante objetos.

¿Cómo evitar esa objetivación total al exponer la práxis humana?[50] Leonardo Polo lo intenta en uno de sus libros introduciendo al lector por la «ética in statu nascente»[51], es decir, evitando constituir las observaciones de la experiencia en abstracciones. Pero donde aborda Polo en directo la diferencia entre inteligencia y voluntad es en su obra La voluntas y sus actos. Como en tantas ocasiones, también en ésta acude a Tomás de Aquino porque, en su opinión, es el autor que mejor la vio[52]. Si observamos atentamente los actos de la voluntad, viene a decirnos, nos daremos cuenta de que son actos reales, no cognoscitivos, que nos ponen en comunicación directa con la realidad que nos es externa. Las personas nos movemos «entre» el mundo de lo conocido y el de lo real. Pero a éste último se accede directamente mediante la voluntad. Es cierto que son los objetos los que, en muchas ocasiones, conducen a la voluntad hacia la realidad. Pero, más bien, parecería que es la voluntad quien «mira, o ve», la realidad a través de los objetos. Aunque, propiamente, no es la voluntad la que mira sino la sindéresis, que está detrás de la voluntad y de la inteligencia empleándolas. Y, aún con mayor propiedad, habría que decir que es la persona que entiende mediante la sindéresis. El objeto trae noticia del mundo exterior y la voluntad tiende hacia la realidad a que alude la noticia. Está claro que el mero anuncio de un buen producto alimenticio, pongamos por caso, no alimenta. En el anuncio, la voluntad descubre el alimento real que necesita su cuerpo, que es también real. Por tanto, lo propio del acto voluntario es la «alteridad», el otro real. Con otras palabras, el acto voluntario es intencional. En el conocimiento objetivo, el objeto es intencional porque indica la realidad de la que proviene. La intención de su acto es conseguir el objeto, y la del objeto, traer noticia de la realidad. Pero en el caso de la voluntad, volvemos a repetir, su acto mismo es intencional. «¿Qué significa intención de otro? Ante todo, que esa intencionalidad está prefigurada por el carácter de intención trascendental de potencia pura. Si la voluntad está enteramente orientada al bien, su determinación no es formal u objetiva. El bien es lo otro de la potencia (…) La intención de otro, implícita en la potencia, se corresponde con sus actos; los actos son intencionales respecto de otro»[53]. Ese otro es, pues, su bien; el fin de la voluntad es su bien.

Y, ¿cuáles son los bienes para la voluntad? Los que sean bienes para la persona humana, esto parece claro. En primer lugar tenemos los bienes del cuerpo, a los que apuntan las potencias activas que ya vimos. Esos son bienes indiscutibles. Puede haber otro tipo de bienes que podríamos llamar, empleando una expresión clásica, «bienes de fortuna». Son estos los bienes temporales que mejoran nuestra posición en el mundo, en la sociedad, etc. Ahora bien, a partir de ellos puede comenzar una auténtica discusión sobre cuáles deben ser los preferidos, cuáles los alcanzables, qué hacer cuando no se consiguen, cómo reemplazarlos, etc. Se necesitan criterios principales, principios indiscutibles, certeros, que verdaderamente señalen el bien que debemos alcanzar. En esa tarea, la razón puede clasificar y dar coherencia, pero necesita unos principios que la orienten y encontrar esos principios a ella no le corresponde[54]. Esos principios los contiene la sindéresis[55]. A las verdades llega iluminando las impresiones que los sentidos reciben de la realidad material. A los bienes, contemplando la verdad a la luz de los principios. Si esto es así, habrá que concluir que su misión sobre la inteligencia y sobre la voluntad es efectivamente doble, y muy distinta para cada una de ellas aunque en ambos casos consista en «ver»[56].

  1. La «verdad» de la voluntad nativa

Después de todo lo dicho, parece claro que la verdad de la voluntad nativa sólo quedará al descubierto una vez que indaguemos sobre la verdad de la sindéresis. Centremos nuestra atención en ella.

Y comencemos afirmando, con Leonardo Polo, que la sindéresis es el ápice de la naturaleza y de la esencia humana[57]. Conviene distinguir entre naturaleza y esencia. La palabra naturaleza indica la dotación inicial con la que el hombre se encuentra por nacimiento. A ella hay que añadir todo cuanto va acumulando a lo largo de su existencia, en concreto los hábitos y virtudes, y entonces tenemos la esencia[58]. Por tanto, este es el oficio de la sindéresis: conectar los actos trascendentales propios de la persona humana con su esencia y, a través de ella, con el universo con el que está en relación mediante su cuerpo; y viceversa.

La sindéresis es un hábito innato que Tomás de Aquino lo hacía depender del intelecto agente. Según Leonardo Polo, pertenece a la persona[59]. Por tanto, lo primero que hemos de considerar es su relación con los otros hábitos innatos personales como son el de intelección de los primeros principios y el de sabiduría[60]. El primero de ellos nos muestra el acto de ser creado, principio de no contradicción, y el increado, principio de identidad, así como el principio de causalidad que patentiza la mutua vigencia de los otros dos principios. Si se dan causalidades es que existen el ser creado y el Creador. Pues bien, el hábito de sindéresis cuenta con el descubrimiento metafísico de este hábito. Por su parte, el hábito de sabiduría, según Tomás de Aquino, pone al hombre en conexión con lo más alto, con «lo altísimo»[61]. En concreto, alcanza a comprender la persona humana y el despliegue riquísimo de todos sus actos trascendentales[62]. La riqueza del despliegue le viene dada, según Polo, por su carácter de «además» y de «ser con». El hombre es además porque, después de todo cuanto hace aún puede más, y si puede más es que es más. A ello hay que sumarle que su existir es un co-existir, un co-ser con todo cuanto es real: el universo, los demás hombres, Dios. Con otras palabras, ser además es ser libre, con una libertad que constantemente se incrementa.

El incremento puede provenir del tener de hecho cosas externas, de la capacidad interna del tener, pero también cabe un incremento íntimo, de la persona en cuanto tal, que busca los principios más radicales de todo y de sí misma. Querría conseguir como un resumen, una imagen, una réplica de lo real. Y, si perteneciesen a un alguien, querría ver su rostro, que sería un buen indicio para iniciar esa comprensión[63]. Se necesita saber para orientar sus actos, para organizar su vida. Ese rostro o esa réplica no acaban de encontrarse pero «esa carencia no puede ser definitiva»[64]. Por eso, la búsqueda es un ejercicio de libertad que ayuda a la persona a transcenderse. «El descubrimiento de la intimidad como apertura interior es inseparable del valor activo, libre, de la co-existencia. Sin el descubrimiento de la libertad, la carencia de réplica anularía por completo la coexistencia»[65]. Por otra parte, la libertad trascendental es también «la clave de la distinción real del co-ser humano y su esencia»[66], es decir, entre aquella parte de su ser que puede trascender y de aquella que ha de ser trascendida. Esta distinción le separa de cualquier otra criatura temporal: por ser libre, el hombre puede maniobrar por encima de cualquier determinación de la naturaleza o de la historia. A través de la sindéresis, la libertad se extiende a todos los actos humanos inferiores y los pone en comunicación con el futuro trascendente[67]. Por último, el acto de amar permite acabar mejor esta actividad por ser un acto unitivo de actos. El amar descubre que todo es don y que si acepta los dones, ama. Del mismo modo, destina a los demás dones que él mismo inventa, produce y organiza[68].

Pues bien, toda esta realidad, tan sucinta y reducidamente expuesta, repercute en el hábito de sindéresis. A través de él, la libertad hace libre a la naturaleza humana[69], capacitada ya de por sí para albergarla. Esa capacidad es la pura potencia del intelecto y de la voluntad, que lleva al primero, por ejemplo, a «no acabar nunca de objetivar»[70]. En efecto, el axioma de la infinitud declara que la inteligencia puede crecer y renovarse indefinidamente. Lo mismo ocurre con la voluntad a la que el futuro no la desanima sino todo lo contrario, la renueva en su empeño por buscar continuamente el bien[71].

Por tanto, ¿en qué puede consistir el conocimiento de la verdad de la voluntad?, ¿cuál es el alcance del acto que la activa? Se puede contestar lo siguiente: Si a la inteligencia la sindéresis le comunica llegar a obtener un cierto conocimiento de la realidad, prorrogable a través de los hábitos adquiridos e innatos hasta las verdades más altas; mediante la voluntad entra en comunicación directa con esa misma realidad, haciéndola participar del último fin a la manera humana, esto es, de los actos de amor de que es capaz su acto de amar. De este modo, la sindéresis dota a la voluntad nativa del sentido del «bien». «Bien es toda realidad que conduce hacia el destino»[72]. Por tanto, la sindéresis da a la voluntad la capacidad de señalar, a través de las verdades encontradas por la inteligencia, qué realidades son bienes, es decir, cuáles merecen la pena ser alcanzadas porque le conducen a su destino[73]. Si a cualquier otra decisión se le llama bien, lo será en orden a algún fin particular. Pero el término bien, en sentido pleno, sólo puede ser utilizado para designar aquello que le lleva al último fin.

La sindéresis, pues, conecta a la voluntad con el acto de ser personal, que toma la dirección de su vida temporal como yo. «Yo» es la persona volcada hacia su esencia. El yo habitual es la sindéresis. Ahora bien, como ya se ha dicho, no se debe confundir la persona con su esencia. La esencia, por ejemplo, no es libre. La naturaleza está inmersa en la determinación causal del mundo físico. La libertad le llega a su naturaleza, como hemos visto, por la sindéresis, que es el yo.

  1. Conclusión: Último fin y felicidad

Todo hombre desea alcanzar la verdad y el bien que sacien completamente las aspiraciones de su ser, decían los clásicos, entre ellos Tomás de Aquino[74]. Esta plenitud o perfección debe alcanzarse al final de la vida, en el último acto que realice[75]. Le introducirá en un estado que consistirá en una unión con Dios a través de una operación continua y sempiterna de la mente[76], en la que la voluntad estará inactiva puesto que conseguido el fin, ella se goza en él pero se aquieta[77]. Con esa quietud de la voluntad en el acto final no está de acuerdo Leonardo Polo. Si a la sindéresis le corresponde regular el intelecto, también a ella le corresponde regular la voluntad. Y si participa del ser personal y de sus actos trascendentales, entender y amar lo son igualmente. Y si la persona estará activa en la contemplación final, lo estará con todos sus actos y facultades. Por lo cual, según Leonardo Polo, la contemplación final no versará sobre el ser o el bien, entitativamente considerados, sino sobre un ordo amoris vivo, real, activo. “El orden del amor está formado por las acciones buenas”[78], es decir, aquellas que se inician según sus principios y están destinadas a sus auténticos fines. Esas obras serán las que darán pie a un diálogo igualmente contemplativo y amoroso que no terminará nunca y que será siempre creciente, puesto que se perderá en la infinitud de la esencia divina[79].

Hasta el momento de la muerte, la felicidad se puede entender como un estado de alegría que acompaña la acción de la sindéresis en el hombre[80]. Sin embargo, la alegría puede perderse cuando la sindéresis deja de indicar el último fin[81]. ¿Cómo es posible que eso ocurra? Sucede cuando, previamente, ha habido una desvinculación de la persona con su origen y su destino. Desde ese momento la sindéresis sigue cumpliendo su misión en cuanto a los bienes más inminentes y más claros, que son los bienes materiales y temporales. Lo que no hará es vincularlos a su último fin.

Entonces, ¿dónde queda aquella sindéresis a que aludía Tomás de Aquino, entre otros, que no desfallecía nunca en señalar el bien y el mal moral? Sigue ahí, en su sitio, indicando como con destellos el camino de la trascendencia. Todo cuanto dijeron los autores tradicionales sigue siendo realidad: la falta de intensidad trascendente en la sindéresis sólo puede provenir del pecado. O, de otro modo, de la dejadez de los actos personales respecto a la consideración de su origen y de su fin, lo cual le lleva a descuidar el trato con sus principios y, en cambio, a valorar otros encuentros u otros fines que le parecen más cercanos. Pero la sindéresis no acaba de desaparecer de la vida práctica: en primer lugar, porque sigue ejerciendo su función sobre la inteligencia y la voluntad, como hemos dicho; en segundo lugar, porque sigue siendo un reflejo del ser personal en la naturaleza humana. Y el ser personal, quiera o no, por el mero hecho de existir sigue siendo portador del vínculo que le une a su origen y está marcado por el fin trascendente.

La posibilidad de felicidad de la persona se encuentra, por tanto, en la voluntad nativa como centro neurálgico de la naturaleza humana[82]. No reside en ella la felicidad, ni puede por sí misma encontrarla. Es solamente, como decimos, su posibilidad en la naturaleza. De alguna manera, por tanto, es depositaria, desde el primer momento de la concepción de la persona, de toda la dignidad y de toda la felicidad que puede llegar a alcanzar en esta vida y en la futura. Ciertamente, el hombre no logra ejercitar, de una vez por todas, los actos de que es capaz; pero tiene la posibilidad real de ejercerlos, de donde le viene precisamente su dignidad[83].

Por otra parte, tampoco nadie llega a realizar todos los actos felicitarios o placenteros que le son posibles. Pero, para ser feliz, no es la acumulación de actos lo que importa, sino la correcta dirección hacia la que estén orientados. Si apuntan correctamente hacia su destino, la felicidad es posible.

Francisco Molina

c/ S. Allende, 13, bloque 6, 1º

18008 MÁLAGA

e-mail: fmolina@edunet.es

[1] Cfr. In II Sent. dis. 7, q. 1, a. 2 ad 3; dis. 24, q., a. 3; S. Th. I-II, 94, 1-6. Para una visión más completa de la doctrina de Tomás de Aquino, vid. F. MOLINA, La sindéresis, Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 82, Pamplona 1999, 15-29.

En cuanto al paralelismo entre los dos hábitos citados, hemos desarrollado el tema en «El yo y la sindéresis», Studia poliana, n. 3, Pamplona 2001, 35-60.
[2] Cfr. J.F. SELLÉS, Conocer y amar, 415-447. El autor sigue muy de cerca el tratamiento tomista de los temas.
[3] «Toda acción es producida por un ser que existe en acto, porque nada obra, sino en cuanto está en acto; y todo ser en acto se reduce al primer acto, esto es, a Dios, como a su causa, el cual es acto por su esencia. De donde se sigue que Dios es la causa de toda acción en cuanto acción», S.Th., 1-2, 79, 2; 1, 2, 3 ad 2. Se suele hacer la distinción entre el ejercicio del acto y su especificación. Para el ejercicio se requiere el concurso divino. Una exposición del pensamiento tomista y discípulos: S.M. RAMÍREZ, Opera omnia, CSIC, Madrid 1972, tomo IV, «De actibus humanis», cuestiones 9 y 10.
[4] Esta tesis la expone en la tercera parte de Nominalismo, idealismo, realismo (Nominalismo), Eunsa, Pamplona 1997, 171 a fin. Puede verse Curso de teoría IV/1, 35-48; El ser, tomo I, La existencia extramental, capítulo V, 197 a fin. Vid. S. PIÁ TARAZONA, Los primeros principios en Leonardo Polo, Cuadernos de Anuario Filosófico, serie de filosofía española, n. 2, Pamplona 1997, 63 a fin; I. FALGUERAS SALINAS, Crisis y renovación de la Metafísica, Estudios y Ensayos, U. de Málaga, 1997, c. 2º titulado  «Causar, producir, dar».
[5] Estos libros son: Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Aedos, Unión editorial, Madrid 1996; La voluntad y sus actos (I) y (II), (La voluntad I ó II), Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie universitaria, n. 50 y 60 respectivamente, Pamplona 1998; Antropología trascendental, tomo I (Antropología I), Eunsa, Pamplona 1999.
[6] Tomás de Aquino (S. Th., IV,18,4) y Leonardo Polo (Ética, 132; La voluntad I, 23-28) aluden a esa distinción, pero conviene tener en cuenta los contextos y matices. Lo mismo puede decirse de J.F. SELLÉS en Conocer y amar, 416.
[7] Cuando Tomás de Aquino se pregunta si el cuerpo puede intervenir en la consecución de la bienaventuranza, responde que en esta vida sí, pero comandado por el alma, porque «todos los bienes del cuerpo se ordenan a los del alma como a su fin», S.Th., 1-2,2,5; 3,3 y textos paralelos.
[8] La voluntad sigue siempre al entendimiento en acto, cfr. S.Th. 1,19,1 y textos paralelos. Nosotros le daremos mayor amplitud a esta afirmación.
[9] Vid. los motivos teológicos y filosóficos por los que se promovió este sentido espontáneo de la voluntad en L. POLO, Presente y futuro del hombre, (Presente y futuro), Rialp, Madrid 1993, 48-62; La voluntad I, 13-16. Nos hemos hecho eco de ello con mayor brevedad en La sindéresis, 39-41.
[10] L. POLO, Presente y futuro, 99. El subrayado es nuestro. Tiene que ver con este análisis gran parte del libro, al menos desde 40-113. Para este autor, la Edad Moderna llega hasta la filosofía actual, como muestra también en su libro Nominalismo, ya citado.

[11] Curso de teoría del conocimiento, tomo I, Eunsa, Pamplona 1987, 2ª ed., 165 y ss.
[12] «La llamada conversión al fantasma es la intencionalidad de la abstracción», L. POLO, Curso de teoría II, Eunsa, Pamplona 1989, 2ª ed., 297. Vid. el apartado «La conversión de los abstractos a la fantasía», 294-302; también Nominalismo, 174-175.
[13] Sobre los hábitos, vid. Nominalismo, 225 y ss; 233; 253 y ss. También, J.F. SELLÉS, Los hábitos adquiridos. Las virtudes de la inteligencia y la voluntad según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 118, Pamplona 2000, 64-86.

El intelecto agente es quien en última instancia explica todo conocimiento, el operativo y el habitual: «El conocimiento habitual es la iluminación de la operación por el intelecto agente (…) Sin la iluminación del intelecto agente el conocimiento habitual no se puede explicar», L. POLO, Curso de teoría III, 9, puede leerse 8-16. Vid. también Nominalismo, 174-188. Cfr. S. Collado, Noción de hábito en la teoría del conocimiento de Polo, Eunsa, Pamplona 2000; J.F. SELLÉS, Hábitos y virtud (II), Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 66, Pamplona 1998.

La afirmación referente a que la inteligencia y la voluntad, y la pura posibilidad propia de una y otra, se conozcan desde los hábitos adquiridos, no lo hemos encontrado en Polo ni en ningún otro autor, pero nos parece congruente con lo que venimos diciendo. Podría pensarse que Polo no está de acuerdo con ella, ya que  repite que la verdad de la voluntad nativa es conocida por la sindéresis: cfr. F. MOLINA, La sindéresis, 54-57. Sin embargo, creemos que lo hace así porque ese es el tema que le interesa destacar y lo hace sin recorrer los pasos intermedios. Nosotros pretendemos ir más despacio, sin saltos. Y aún no hemos llegado al momento en que se debe examinar la intervención de la sindéresis.
[14] «En el planteamiento clásico la voluntad se interpreta como una tendencia, es decir, en contraposición con el conocimiento, que no es oréctico, sino posesivo de fin: enérgeia (en el mismo érgon se posee el objeto de la operación; en cambio, se tiende a lo que no se tiene)», La voluntad I, 28.
[15] Siguiendo la sugerencia poliana, hemos tratado sobre el lugar que corresponde a la sindéresis en la filosofía práctica en nuestro artículo titulado «El yo y la sindéresis», ya citado.
[16] El principio por el que algo no puede ser más que de una sola manera es la naturaleza, cfr. S.Th., 1,41,2.
[17] L. POLO, Ética, 132-136, 147. La voluntad I, 32-33, 35-38.
[18] El paralelismo lo indica Polo en diversos momentos, por ejemplo en La voluntad I, 33.
[19] La voluntad I, 32. La cursiva es del original. Cfr. S.Th., 1-2,8,2 y 3.
[20] S.Th., 1, 2, 3.
[21] Vid. S.Th., 1-2, 1; 1, 19, 2 y 3. «Uno mismo es el fin del agente y del paciente en cuanto tales, pero de forma distinta, pues uno y lo mismo es lo que el agente intenta transmitir y lo que el paciente intenta recibir (…) Todas las criaturas intentan alcanzar su perfección que consiste en asemejarse a la perfección divina», 1, 44, 4.
[22] Vid., Ética, 132-148; La voluntad I, 43-53.
[23] «La potencia pasiva, que es la voluntad, está abierta al fin sin condición alguna, pura y simplemente abierta al fin, y en eso consiste su carácter potencial puramente pasivo», La voluntad I, 37.
[24] «Una potencia pasiva puede parecer, a primera vista, menos alta o menos efectiva que una potencia activa. Pero, en rigor, no es así, porque esa carencia se compensa con una gran ventaja, y es que las potencias activas no son susceptibles de hábitos; funcionan siempre igual, y no se perfeccionan por el ejercicio de sus actos. En cambio, las potencias pasivas sí. Ese perfeccionamiento son los hábitos adquiridos. En tanto que existen hábitos intelectuales adquiridos, conviene considerar la inteligencia como potencia pasiva. La voluntad es asimismo potencia pasiva porque también es perfeccionable», La voluntad I, 36-37.
[25] «Si la voluntad es espontánea, también es nativamente libre; en cambio, si es potencia pasiva pura, la libertad no  corresponde nativamente a la voluntad», La voluntad I, 41. Lo mismo sucede con la inteligencia. La libertad las hace prácticamente infinitas según el axioma de la infinitud presentado en el tomo primero del Curso de teoría.
[26] Siempre se ha aceptado que la voluntad mueve según el modo de la causa eficiente, que supone el acto, la inmersión en el mundo real, no sólo formal. Vid. S.Th., 1, 82, 4; De veritate, 22, 12.
[27] Son textos conocidos: S.c.G., l. III, c. 2; S.Th., 1, 44, 4; 1-2, 1, 1-8, etc.
[28] Es el título del III apartado de La voluntad I, 35. Vid. también 43-55.
[29] «El fin del apetito, que es el bien, está en la cosa (…) El bien está en la cosa (…) Por eso la razón de bondad deriva de la cosa apetecida», S.Th., 1,16,1.»El acto de la voluntad se perfecciona por el movimiento hacia el objeto tal como es en sí mismo», ibídem., 1,82,3.
[30] Es lo que Polo llama, siguiendo a Tomás de Aquino, «intención de otro», La voluntad I, 55-60. Es interesante leer el apartado siguiente que titula «El rechazo de la intención de otro: Nietzsche», 60-64.

Sobre la diferencia de intencionalidades de la inteligencia y la voluntad en Tomás de Aquino, vid. J.F. SELLÉS, Conocer y amar, 117-149.

Es cierto que la voluntad puede querer multitud de fines, entre otros, obtener un nuevo conocimiento. De alguna manera, la realidad del objeto en el cognoscente es distinta de la realidad de la voluntad. Ese objeto también es «otro que» ella, tal y como estamos tratando de explicar.
[31] «El bien es lo otro de la potencia», La voluntad I, 56, entendiendo el bien como fin. «La intención de otro, implícita en la potencia, se corresponde con sus actos; los actos son intencionales respecto de otro», ibid. «Cuando el acto es intencional, como el acto es real, la intención de otro también lo es», ibíd., 58.

Que la voluntad adivine más realidad en la cosa de la que le dicta el objeto es posible por la sindéresis. Este hábito aporta a la voluntad nativa una visión más profunda de la realidad que la que puede ofrecerle la inteligencia mediante el objeto.
[32] Lo mismo hace Tomás de Aquino en S.Th., 1-2, cuestiones 9 y 10. Vid. F. MOLINA, La sindéresis, 58-60.
[33] L. POLO, La voluntad I, 23-24.
[34] J.A. GARCÍA GONZÁLEZ, Teoría del conocimiento, apartados «Conciencia y cuerpo» y «El inconsciente», 32-35.
[35] Falta un estudio de las  nociones de «experiencia», «sustrato», «lo vago», que aparecen en El acceso al ser, Universidad de Navarra, Pamplona 1964, 335-337 y 337-355. En  Antropología I, 163 y 189, se le llama «experiencia intelectual» y se equipara a las demás nociones, 163 y nota 22. Según Polo, la experiencia «es imposible sin el querer-yo», 163; y, también apunta a que «es el antecedente de la advertencia de los primeros principios», 189.
[36] En el capítulo IV de la Ética, Polo estudia los bienes, las normas y las virtudes, como fines que intervienen en la conducta ética, 89-127. J.F. Sellés, Hábitos y virtud (III), Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 67, Pamplona 1998. Del mismo autor, Los hábitos adquiridos.
[37] Los fines de las potencias activas son bienes para el hombre porque benefician su naturaleza, pero no todos los fines que el hombre elija han de ser por ello bienes.

Algunos autores actuales tienden a constituir un conjunto de ideas saludables con la pretensión de que sean fines atractivos para la voluntad. Sin embargo, de hecho muchas veces la dejan indiferente. Y es que los «bienes teóricos» no son los que activan a la voluntad sino los «bienes reales», que son muy diferentes.

Puede aclarar lo anterior estas consideraciones: el trascendental bien es convertible con el ser, pero no con un objeto. Y lo mismo ocurre con la verdad: no es trascendental la verdad del objeto sino la verdad del ser. Del mismo modo, la voluntad real es distinta de su consideración teórica. Para hablar de la primera hay que abandonar el límite mental. No se llega a ella mediante abstracciones y conceptos sino a través de los hábitos: los hábitos alcanzan los actos, que son los que importan en filosofía práctica. Valga esta nota como adelanto de lo que iremos diciendo de modo gradual.
[38] Tomás de Aquino se pregunta si puede mover a la voluntad algún principio exterior a ella y responde que sí porque el objeto, por ejemplo, lo es. Pero, añade que en orden al ejercicio del acto necesita que le mueva algo que esté en acto. El objeto lo está, pero su acto no es apropiado para poner en acto a la voluntad. Vid., S.Th., 1-2, 9, 4.

En el artículo anterior se pregunta si la voluntad puede moverse a sí misma y responde que sí, pero se está refiriendo a que se puede otorgar formas específicas como fines, por lo que se supone que está ya en acto. Las razones de algunos tomistas (el fin tiene no sólo razón formal sino de causa eficiente, y ésta siempre está en acto cuando se ejercita) constatan que la voluntad debe estar previamente en acto.
[39] ARISTÓTELES, Del alma, 3, 5, 430a; El acceso al ser, Universidad de Navarra, Pamplona 1964, 308-314; Antropología I, 153; 160; 209 nota 13.

«En el ámbito de la actividad humana es preciso admitir que la luz mental significa ver exclusivamente. Iluminar significa conocer-yo y de ninguna manera bañar de luz la inteligibilidad, iluminar-la», L. POLO, Evidencia y realidad en Descartes, Ed. Rialp, Madrid 1963, 319. Vid. F. MOLINA, «El yo y la sindéresis», Studia poliana, 2001, nº 3, 54.

El término «inteligencia» se refiere a la facultad en potencia o en acto. Pero, en el segundo caso, quien pone el acto de conocer es el intelecto agente al iluminar la especie. Otra cosa es que a ese acto lo llamemos «inteligencia en acto», o que digamos que los objetos están en la inteligencia.

[40] Tomás de Aquino había ofrecido en De veritate, q.2,a.6 ad 3, una enigmática fórmula: «Non enim, proprie loquendo, sensus aut intellectus cognoscunt, sed homo per utrumque», a la que no se encontraba fácil solución: si el hombre conoce mediante el intelecto, ¿cómo se puede decir que conoce sin él?

La propuesta de Polo explica el enigma: «El acto que corresponde al conocer es el acto de ser», Curso de teoría I, 233-234; Curso de teoría III, 1988, 22 y 26; Presente y futuro, 184 nota 3; en la Antropología I se cuenta con ello explícitamente desde p. 56. De la ampliación de los trascendentales trata en 151 y ss. He aquí alguna cita nítida: «La intelección puede ser entendida como una continuación del ser«, 156. «El intellectus ut co-actus es la elevación al nivel trascendental de lo que en la tradición se llama intelecto agente», 224.
[41] «La sindéresis es, asimismo, una luz iluminante», Antropología I, 198. «El conocimiento de lo inferior depende del intellectus ut co-actus [que es como llama al intelecto agente] a través de la sindéresis, y corre a cargo de las operaciones y los hábitos, de manera que el intellectus ut co-actus no se agota en esos niveles», ibíd., 167; 182-183. Es algo que se repite de una manera o de otra en esta obra.

[42] Hábito es un acto cognoscitivo superior al de la operación abstractiva, porque no conoce objetos sino las operaciones que los originan. De los hábitos adquiridos trata POLO en su Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona 1995, 65-66. Pero, además de los adquiridos están los innatos. Como se ve, se ha de aceptar una jerarquía de actos cognoscitivos. El primero de todos ellos y aquél del que dependen todos los demás es el del entendimiento agente. Vid. L. POLO, Nominalismo, 176-178. El hábito de sindéresis es explicado profusamente en la segunda parte de la Antropología I, 151-200.
[43] La «ampliación» consiste en considerar este hábito como sinónimo del «yo» personal, tema especialmente moderno: «La sindéresis es un hábito innato que ha de considerarse en orden a la voluntad y a la inteligencia. Por tanto, la sindéresis es el ápice de la esencia del hombre. Designo ese ápice con la palabra yo«. Antropología I, 160.

Ambos términos, sindéresis y yo, significan «ver»: «En tanto que la potencia intelectual -así como sus operaciones y los hábitos adquiridos- dependen de la sindéresis, designaré al yo como visión o ver: yo significa ver-yo. A su vez, en tanto que la voluntad, sus actos y las virtudes morales también dependen de la sindéresis, designo al yo como querer: yo significa querer-yo«, Antropología I, 160.

La sindéresis o yo no son otra cosa que «la persona considerada hacia la esencia», ibíd. 182. «Ver equivale al intellectus ut co-actus [el entender como trascendental] considerado en orden a la esencia del hombre», Antropología I, 183. Cfr. F. MOLINA, «El yo y la sindéresis», 53-56.

Por último, «el querer-yo también es un verver, iluminar la voluntad, equivale a constituir lo voluntario (ante todo, lo que Tomás de Aquino denomina simplex velle [o voluntad nativa])», ibíd., 183. En esta cita apoyaremos todo cuanto vamos a decir a continuación.
[44] Esta tesis la mantiene Polo refiriéndose al intelecto agente, en Curso de teoría III, 1-16. Pero, como decimos en el texto, a partir de Antropología I se sobrentiende que esa función corresponde al hábito de sindéresis. Sobre la conveniencia y las ventajas de entender así esta iluminación, vid. I. FALGUERAS, Hombre y destino, Eunsa, Pamplona 1998, «El crecimiento intelectual», 37-55.
[45] Citamos la primera parte de un texto importante para lo que ahora tratamos: «Se distingue el ver-yo del querer-yo. El primer miembro de la susodicha dualidad es la explicación de las operaciones de la potencia intelectual y de los hábitos intelectuales adquiridos. Dicha explicación no comporta constitución: ni las operaciones cognoscitivas ni los hábitos correspondientes son constituidos por el ver-yo. Por tanto, la distinción entre ver-yo y lo que explica es una distinción según grados. Se trata de grados de lo que llamaré luz iluminante. El ver-yo es una iluminación global; los hábitos intelectuales son iluminaciones manifestativas; y las operaciones son iluminaciones intencionales de acuerdo con los objetos con que se conmesuran al poseerlos. Pero, repito, ninguno de esos grados de iluminación es constituido por los otros», La voluntad II, 7-8. Declaran lo que «hay», y nada más.

La segunda parte de este texto está referida a la voluntad y la citaremos más adelante.
[46] Obsérvese la diferencia con la tesis tomista expresada en la nota 3.
[47] «En relación con la voluntad, la sindéresis es el descubrimiento de su verdad (…) el restallar la verdad de la voluntad es su constitución en acto (…) Sin constituirse en verdad, el acto voluntario no es relativo al bien», La voluntad I, 64-65. Destaquemos de este texto tres puntos importantes: la sindéresis descubre la verdad de la voluntad; al hacerlo la constituye en acto; desde ese momento, la voluntad se hace relativa al bien. Vid. F. Molina, La sindéresis, 54-56.
[48] También en este caso podría parecer que Polo es partidario de esta misma opinión, pero hemos de señalar que eso ocurre cuando se ciñe demasiado a la aportación clásica, como en Ética, 132-142. Según ese punto de vista, el binomio verdad-bien quedaría de la parte de la voluntad racional, mientras que la felicidad quedaría junto a la voluntad nativa. Pero, creemos que este esquema no interpreta correctamente la opinión de Polo: la noción de bien debe separarse de lo verdadero y unirse a la de felicidad.
[49] Los moralistas acceden a los principios mediante los datos de la Revelación, aunque deban aplicar la razón en la tarea. Los éticos, por su parte, suelen intentar llegar a ellos estableciendo las premisas que consigan mayores bienes para el mayor número de personas posible. Sin embargo, dilucidar en qué consisten esos bienes es algo que puede ser cuestionado. ¿Por qué en lugar de la paz, el bienestar, la solidaridad, no pueden establecerse el riesgo, una vida rápida y divertida, la indiferencia hacia los demás? ¿Por qué en lugar de buscar el bien para todos no busca cada uno el suyo? Podríamos pasar días y horas discutiendo. Y es que a la razón no le corresponde establecer las prioridades. Estas le vienen dadas por los principios. A ella sólo le cabe organizarlos y sacar las consecuencias.
[50] Toda persona tiene un conocimiento intelectual sencillo, que no tiene por qué ser estrictamente conceptual. Nos parece que el tema del conocimiento inicial, primer conocimiento, conocimiento espontáneo, de experiencia, o como se le quiera llamar, no está del todo resuelto. L. Polo hace  múltiples alusiones a los distintos tipos de conocimiento en su Curso de teoría, sobre todo a partir del segundo tomo, pero queda por armonizar un material tan abundante. Sobre este conocimiento inicial hace una interesante interpretación J.A. GARCÍA GONZÁLEZ, en Teoría del conocimiento, Parte I, 23-44. De modo más sucinto, J.J. Padial, «Las operaciones intelectuales según Leonardo Polo», en Studia poliana, 2000, nº 2, 113-122.
[51] L. POLO, Ética, 23.
[52] L. POLO, La voluntad I, 55-60. Algunas citas tomistas se pueden encontrar en F. MOLINA, La sindéresis, 49-50.
[53] L. POLO, La voluntad I, 56. Cfr., 55-60.
[54] La razón lógica organiza prioridades partiendo de la abstracción de los datos empíricos que obtienen los sentidos. Este no es el único camino para acceder a la realidad porque no toda realidad es material.
[55] Que la sindéresis contenga principios es algo en lo que está de acuerdo la tradición. Sobre los de ley natural, vid. S.Th., 1-2, 94, 1-6.
[56] Transcribimos la segunda parte de la cita anunciada en nota 41: «El segundo miembro de la dualidad de la sindéresis, el querer-yo, es, asimismo, una luz iluminante. Pero que versa, ante todo, sobre la voluntad natural, es decir, sobre la potencia puramente pasiva que se describe como relación trascendental con el fin -o el bien-. Por consiguiente, dicha iluminación es constitutiva del primer acto voluntario al que, de acuerdo con la tradición, se denomina simple querer (nota 4: Cfr. Tomás de Aquino, Summa Teológica, I-II,q.25,a.2 c; Ibíd., I-II,q.26,a.2 c). Y como el querer-yo ilumina la voluntad de acuerdo con la índole propia de ésta, es decir, como relación trascendental con el bien, al constituir el primer acto voluntario también ilumina el bien sin restricción alguna, pero no como presente o como ausente, porque una potencia pasiva pura no es capaz todavía ni siquiera de intentar llegar a él.» La voluntad II, 8. La cursiva es nuestra: en ella reside el quid de lo que intentamos dilucidar.
[57] Así le llama Polo en múltiples ocasiones, por ejemplo en  Antropología I, 160. El término «ápice» ha sido utilizado desde antiguo para significar, en concreto, la sindéresis, cfr. J. FERRATER MORA, Diccionario de filosofía, tomo IV, voz «sindéresis», Alianza Ed., Madrid 1981. Como significa el punto más alto se refiere, en primer lugar, a lo más alto de la naturaleza y de la esencia; y, en segundo lugar, a la sindéresis que no pertenece a ellas pero que, puesto que «toca» ese ápice, «se convierte ella misma en ápice» una vez que asume la dirección de la esencia. «El yo no es idéntico con la persona humana, sino el ápice de la esencia del hombre en tanto que depende de la persona», Antropología I, 160. «En definitiva, la sindéresis no equivale a la co-existencia, sino que es el ápice de la esencia del hombre, del que la persona se distingue no co-existiendo con él, sino en términos de dependencia», ibíd. 196.
[58] «La naturaleza humana, en virtud de los hábitos, llega a ser la esencia del hombre (…) La esencia del hombre es el perfeccionamiento intrínseco de una naturaleza», Antropología I, 120. «No basta ser naturaleza para ser esencia, porque esencia significa perfección, y naturaleza significa principio de operaciones en orden a la perfección», ibíd., 139.
[59] Para la afirmación tomista, vid., por ejemplo, In II Sent. dis. 24, q. 2, a. 3. Para la poliana, Antropología I, 161: «Por depender de la persona, la sindéresis es, asimismo, dual (…) El ver deriva del intellectus ut co-actus, y el querer deriva del amar donal, es decir, de trascendentales personales»
[60] Vid. «La sindéresis y el orden de los hábitos innatos», Antropología I, 182-190. Es la sección D. del apartado III de la segunda parte, que trata del tema de las dualidades, 164-190.
[61] S.Th., 1,1,6; In Ethicorum, L.6, l.5, 1181-1182.
[62] Según Polo, en algunos pasajes de sus obras tanto Aristóteles como Tomás de Aquino consideraron que la intelección estaba a la misma altura que el ser. Polo está de acuerdo: «la intelección puede ser entendida como una continuación del ser«, Antropología I, 156. Para todo lo que sigue en el texto, vid. Antropología I, «Los trascendentales personales» 203-a fin.
[63]  El hombre busca dilucidar quién es, de dónde viene y adónde va. Le gustaría encontrar, como ante un espejo, una imagen esclarecedora de sí mismo, en la que pudiese encontrar las respuestas a cada una de esas preguntas trascendentales. Esta «búsqueda» de imagen o réplica tiene ya suma importancia, porque el resto de las criaturas no muestran ningún interés en ello ni pueden tenerlo. No poseen ese don.

Y el hombre, ¿puede encontrar esa réplica ansiada? Si la encontrase, el hallazgo sería, indudablemente, más importante que su búsqueda. Polo lo escribe así: «La cuestión es ahora si el intelecto personal humano puede llegar a un conocimiento de la réplica más alto que el buscarla. La respuesta es que ello sólo es posible en la elevación llamada visión beatifica, la cual no acontece en esta vida», Antropología I, 226. La réplica sólo puede ser el rostro de Cristo glorificado, perfecto Dios y perfecto hombre. En esta vida sólo se le contempla mediante la revelación y la fe. Vid. I. FALGUERAS SALINAS, «Aclaraciones teológicas sobre la oración de Cristo», en Burgense, 41/2 (2000), 351 y nota 12, y 352.

[64] Antropología I, 204.
[65] Ibíd., 205.
[66] Ibídem., 230. La esencia es un logro, una perfección que tiene carácter potencial, no es una actividad.
[67] Ibídem., 237. Según esto, la propuesta de I. Kant de que el yo de una voluntad libre es el centro del que brotan los actos prácticos, se queda corta, porque dice muy poco del fin  hacia el que deben estar orientados. Aún cuando señale, acertadamente, que el hombre es un fin y no medio. Falta proyección a esa actividad porque «el futuro es la apertura trascendental en la que el ser personal es otorgado creativamente», ibídem, 231. La persona es criatura que actúa creativamente.
[68] Ibídem., 217 y ss.
[69] Ibídem., 235. «La libertad no corresponde nativamente a la voluntad», L. Polo, La voluntad I, 41. Ni tampoco a la naturaleza humana, «la libertad llega tanto a la inteligencia como a la voluntad a través de los hábitos», ibíd., 53. «La libertad es radicalmente personal, puesto que radicalmente no corresponde a la voluntad: la voluntad es investida de libertad», L. Polo, Ética, 144.
[70] ««No acabar nunca de objetivar» es una descripción del axioma de la infinitud, es decir, de la imposibilidad de un último objeto», ibídem., 235, nota 57.
[71] Ibídem., 234.
[72] «¿Cuál es el criterio para elegir un bien? Que realmente sea un medio para la felicidad», Ética, 137. «El bien eterno es el fin de la vida», ibíd., 112. Este es el sentido pleno de «bien». Si otros fines materiales pueden considerarse «bienes» es a causa de su posibilidad de ordenación hacia el último fin. «Desde luego, es preciso que el bien sea eterno, que no falle o se desvanezca, que sea infinito, que satisfaga todas mis aspiraciones o todos mis deseos espirituales, que no haya nada superior a él. Si el bien no fuera así, no podría satisfacer del todo la tendencia espiritual del hombre, que es potencialmente infinita», ibíd., 113.
[73] Lspan voluntad se convierte en guía de la razón. Citamos un párrafo de Tomás de Aquino que nos parece estar en relación con lo afirmado en el texto: «Cuando la realidad en la que se encuentra el bien es más digna que la misma alma en la que encuentra el concepto de dicha realidad, por comparación a esta realidad la voluntad es más digna que el entendimiento», S.Th., 1, 82, 3.
[74] S.Th., 1-2, 5, 8.
[75] Ibíd., 1-2, 3, 2: «La beatitud es la última perfección del hombre (…) Luego conviene considerar que la beatitud consista en el último acto que realice».
[76] Ibíd., 1-2, 3, 3 ad 4: «La mente del hombre se une a Dios en una sóla, continua y sempiterna operación en aquel estado de beatitud».
[77] Ibíd., 1-2, 3, 5: «La última y perfecta beatitud que esperamos en la vida futura, consiste totalmente en la contemplación»; ibíd. 1-2, 3, 4: «La voluntad se inclina al fin ausente deseándolo; en cuanto al fin presente, lo goza descansando en él».
[78] Esta denominación la toma Polo de S. Agustín, vid., La voluntad II, 24. El ordo amoris es una actividad que requiere tres miembros: “Su primer miembro es el dar como amar. El segundo es el aceptar; el carácter donal de la aceptación es claro, porque sin ella no cabe el dar como amar. El tercer miembro es el amor. En Dios, la estructura donal es personal. En el hombre son personales los dos primeros miembros: amar y aceptar. En cambio, el amor humano no es personal sino esencial. Esta observación es decisiva para entender la distinción real de ser y esencia en antropología”, ibíd. nota 40. F. MOLINA, La sindéresis, 73-74.
[79] La intimidad del diálogo divino se corresponde con la unidad de su esencia. Cfr. I. FALGUERAS, Esbozo de una filosofía trascendental (I), Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria nº 36, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1996.
[80] «La aspiración a la felicidad (…) es innata en nosotros», Ética, 113, como es innata la sindéresis, por la que la alegría llega a la totalidad de la naturaleza humana.
[81] También Tomás de Aquino se preguntaba si la sindéresis se podría extinguir y contestaba que no, porque debería correr la misma suerte que el intelecto agente, cfr. De veritate, q. 16, a. 3. Sin embargo, puede perder fuerza su acción y limitarse a iluminar objetos y bienes estrictamente mundanos. Este descuido de su papel de avisadora del bien y del mal se debe a su desvinculación con las verdades últimas, que a su vez proviene de la previa desvinculación de su persona. Al fin y al cabo, es un hábito personal. Vid. «La cuestión del mal», apartado VIII de La voluntad II, 49-55; Antropología I, 172-173.
[82] En Antropología I, se dice expresamente que la voluntad es preeminente respecto a la inteligencia, 189, 199, porque con ayuda de la sindéresis promueve actos externos y se mueve entre actos, no entre objetos, 184. La razón y los objetos tienen una labor subsidiaria, 227.
[83] Hablando del oligofrénico o del loco, dice Polo que no ejercen actos voluntarios «pero sí se puede decir que tienen una tendencia natural abierta al infinito. Si eso se negara, también habría que negar que son hombres, y sería lícito abortar en el momento en que se sabe que quien va a nacer es mongólico. La existencia de la voluntad nativa es una tesis ontológica muy optimista, que no se debe desechar, porque va a favor de la dignidad humana. Lo que ratifica la dignidad humana debe ser verdad porque las quiebras, los avatares que la condición humana sufre no disminuyen nunca su ser», Ética, 143-144. Más adelante dirá que la negación de la voluntad nativa «conduce al ateísmo», ibíd. 145.

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