Ignacio Falgueras

(presentación del libro)

El hombre no es intratemporal, sino ordenador de las temporalidades. Que no seamos intratemporales lo prueba el hecho de que nos cuestionemos por la temporalidad. La pregunta ¿qué es el tiempo?, aunque mal planteada, sólo puede hacerse desde fuera de la temporalidad. Está mal planteada, porque no sólo substantiva el tiempo, sino que lo supone único y estático. La pluralidad de tiempos físicos se caracteriza por no estar acabada, por no ser entera, al igual que cada una de las temporalidades reales, que lo son por estar ocurriendo y en tanto no acaban. La mera pregunta por la temporalidad implica un acabamiento e integridad que no pertenece a lo físico, sino a su conocimiento. Sin duda eso lleva consigo un cierto problema para el conocimiento de las temporalidades, pues el conocimiento de las temporalidades no es ni será nunca temporal. Justamente porque el conocimiento de las temporalidades no es temporal, el hombre no es intratemporal, no está sometido a las temporalidades, sino que por el contrario las domina de entrada, ordenándolas. La ordenación de las temporalidades se hace desde la superioridad atemporal del entendimiento.

La más corriente y sencilla ordenación de las temporalidades es la abstracción o articulación del antes y después mediante el ahora. Al articular el tiempo según la presencia (mental), el antes se convierte en pasado y el después en futuro: pasado-presente-futuro es el tiempo (entero) más común a los humanos. Pero en ese tiempo el presente, aunque nos pase comúnmente desapercibido, lo ponemos quienes articulamos el antes y el después, no pertenece a las temporalidades físicas. El presente no es físico, sino puesto por la presencia mental humana.

Ahora bien, esa ordenación elemental de las temporalidades que sin advertirlo introducimos los humanos puede ser, a su vez, ordenada desde otras ordenaciones superiores, también por parte del hombre. Los humanos que han buscado la sabiduría han organizado el tiempo de distintas maneras. Por ejemplo, el mito y el budismo han dado primacía al pasado sobre el presente y el futuro. Esa primacía del pasado traspasa a la filosofía antigua, y en gran parte a la medieval, en la forma de la hegemonía y, la mayor parte de las veces, exclusividad del principio o fundamento, que es una de las ultimidades reales. En cambio, la filosofía moderna, y con ella la modernidad, otorga la primacía al presente: sólo lo que experimento, produzco o poseo en presente tiene validez real.

Cuando se da primacía a una dimensión del tiempo articulado, ya no se está simplemente articulando el tiempo, sino buscando y entendiendo las realidades últimas: la realidad por antonomasia le corresponde al pasado o al presente. Utilizamos las dimensiones del tiempo articulado como metáfora para señalar lo que está más allá del tiempo, lo eterno e inconmovible, a la vez que ordenamos todo nuestro saber real desde lo que hemos entendido como eterno e inconmovible. Esta más elevada organización del tiempo es obviamente no temporal. Tampoco lo era la primera, pero de eso no nos solemos dar cuenta, mientras que la primacía dada a una dimensión del tiempo rompe de tal modo la secuencia del tiempo articulado que lo rebasa, sacando del tiempo a la dimensión primada.

En este último sentido ha de entenderse el título del presente libro: el futuro y el presente de que se hablan en él no son directamente dimensiones del tiempo, sino indicaciones de las ultimidades y de su ordenación real.

La novedad del pensamiento de L. Polo estriba en su propuesta del futuro como la ultimidad hegemónica en el ámbito de lo humano. Como he sugerido de forma acelerada líneas arriba, el pensamiento filosófico ha propuesto hasta ahora como ultimidades dominantes tanto en el mundo como en el hombre, el pasado (fundamento) y el presente (conciencia objetiva), pero no el futuro. El descubrimiento de L. Polo es, ante todo, que el presente no es ultimidad alguna, sino mera limitación mental, y, por tanto, no puede ser el eje real de ningún conocimiento sapiencial. Pero, en segundo lugar, y sobre todo, su descubrimiento estriba en que la limitación del presente, aunque fundada en el pasado, puede ser abandonada por el entendimiento. El abandono del límite remite intrínsecamente al futuro y pone en él la primacía real, puesto que la fundación del límite en cierto pasado no sólo es intangible para el hacer humano, sino sobre todo no permite abandonarlo.

Se podría objetar que Heidegger ha primado también el futuro en la antropología, pero es obvio que no en sentido positivo. El futuro primado por Heidegger es la muerte, o sea, la oclusión del futuro como ultimidad para el hombre. La muerte es aquel futuro que, en tanto no acontece, abre posibilidades al presente, pero en sí misma es la imposibilidad de la existencia. La muerte efectiva es la clausura del futuro para el existente humano; la muerte como posibilidad, es la apertura de todas sus limitadas posibilidades, las cuales advienen desde ella hacia el presente. Precisamente porque advienen desde la muerte las posibilidades del hombre carecen de sentido, el cual ha de ser buscado en el pasado originario o fundamento. La libertad para Heidegger consiste en disponer de las posibilidades o bien al margen de su proveniencia de la muerte (impropiedad o inautenticidad), o bien aceptando la muerte (propiamente) y desvelando el sentido del ser o fundamento (pasado) desde el que ordenarlas.

Según Polo, la libertad trascendental es posesión del futuro[1]. Por «posesión» entiende él la actividad inmanente del espíritu, por «futuro» no el futuro temporal, tampoco Dios, sino el futuro que no se desfuturiza, que no adviene hacia el presente ni transita al pasado, o sea, el ámbito de la destinación. Destinarse es competencia del hombre precisamente porque posee el futuro, porque el futuro le es activamente inmanente. Poseer el futuro como tal es lo propio del espíritu humano, su intrínseca y más alta actividad. Para caracterizarlo de alguna manera más cercana, la posesión del futuro puede ser entendida como la inmortalidad, pero no como si ésta fuera una mera propiedad o atributo del espíritu, sino –repito– como su intrínseca actividad. El hombre no carece jamás de futuro, su futuro no se agota, sino que le pertenece inmanentemente, y desde esa pertenencia despliega su vida el espíritu humano. Contra lo que dijo Shakespeare, «ser o no ser» no es la cuestión crucial; la cuestión decisiva para el hombre es la de quién y cómo seré para siempre.

Si el pensamiento antiguo entiende el presente y el futuro como meras proyecciones del pasado, y el pensamiento moderno entiende el pasado y el futuro como meras proyecciones del presente, la filosofía de Leonardo Polo puede ser entendida como filosofía del futuro. Cuando el futuro no se entiende como reiteración del pasado ni como prolongación del presente (progreso), el futuro es no sólo lo imprevisible, lo nuevo, el hontanar de lo inédito, sino también la instancia que no se agota, por tanto lo siempre renovante. Tomar el futuro como eje de la actividad real significa dejar de lado el ideal de que todo tiempo pasado fue siempre mejor y de que el progreso es imparable, y proponer, en cambio, que el crecimiento es la actividad más alta del hombre. El futuro así entendido no es estático, sino crecimiento sin límites. Desde el futuro como ultimidad el pasado es entendido como Origen e intimidad: la libertad no comienza, sino que tiene Origen y por tenerlo su Origen le es íntimo, tanto que la «relación» con su Origen íntimo es el más alto asunto de la libertad. Desde el futuro como ultimidad el presente es limitación, pero limitación no insalvable. El futuro como ultimidad no elimina el pasado ni el presente humanos, pero los dota de su sentido trascendental.

«Futurizar el presente» es la descripción de una tarea, la que se sigue de la primacía que compete al futuro. Poseer el futuro no es una tarea, sino la descripción de la libertad trascendental humana. Pero la libertad trascendental, amén de no ser estática, no está aislada ni es única, sino que comunica con su Origen, comunica con su propia esencia, comunica con las libertades trascendentales de otros seres humanos, así como con el ser del mundo y con su esencia. El título de este trabajo propone una tarea, la de vivir humanamente desde la libertad trascendental en cuanto que posesión del futuro, o dicho de otro modo la de alcanzar la libertad trascendental. En los tiempos históricos que corren, apelar a la trascendencia es decisivo, siempre lo ha sido, pero la tentación actual del hombre a encerrarse en sus productos, posibilidades y entorno, a esclavizarse en la aparente libertad de lo presente es muy fuerte, sobre todo porque el hombre de hoy rehuye el futuro último, y al hacerlo rehuye su libertad. El hombre, en cuanto que espíritu o libertad trascendental, posee el futuro y lo puede comunicar como futuro a todo su obrar, o lo puede desfuturizar, es decir, malversar en el tiempo. El futuro no desfuturizable no es un quieto e inerte punto de referencia, sino precisamente la libertad como actividad trascendental, como crecimiento que crece o que, de lo contrario, se malogra, aunque nunca desaparezca.

Polo no ha mencionado nunca la tarea de futurizar el presente, pero sí ha alertado de no desfuturizar el futuro, es decir, de no reducirlo a presente o a pasado. Ahora bien, la mejor manera de no desfuturizar el futuro es futurizar el presente. El presente es, en cuanto que presencia mental, el instrumento de toda desfuturización. Desfuturizar el futuro es preverlo, reducirlo a presente por venir. En esa línea, el ideal de progreso es un intento de controlar el futuro desde el presente, mediante la conexión de presentes. Futurizar el presente es, a la inversa, descentralizar a éste y abrir el entendimiento a la trascendencia de lo no precedido ni adelantable: en vez de progreso, crecimiento.

Futurizar el presente es redimir el tiempo respecto de la limitación mental e incluirlo en un crecimiento imperecedero, sin precedentes ni fin. Tras el título «futurizar el presente» se propone, pues, la tarea de crecer más allá y más acá de todo límite, y eso es lo que los presentes trabajos intentan, tomando pie en la filosofía de Leonardo Polo, y como invitación a un crecimiento universalmente compartido.

Ignacio Falgueras Salinas

[1] Cfr. Antropología Trascendental, Tomo I: La persona humana, Eunsa, Pamplona, 1999, pp. 230-234.

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